Hoy quise detenerme un momento a escribir sobre lo difícil que se torna muchas veces, ser congruentes con lo que queremos enseñarles a nuestros hijos.
Les hablamos de respeto y muchas veces, no respetamos sus propios espacios, sus tiempos, sus emociones.
Les pedimos que aprendan a poner límites y nosotros mismos no sabemos cómo ponérselos a ellos.
Hace un tiempo, mi hijo de 8 años se acercó y me contó que un niño lo había ofendido, lo había llamado gordo y lento en su clase de tenis.
Cuando me compartió su experiencia le pregunté, porque lo noté triste, qué había hecho, ¿cómo había reaccionado? Y subrayé: ¿Qué sentiste?
“No le dije nada, mamá”, me respondió él, un poco desconsolado.
“Hijo”, le dije, “¿por qué no pones límites y te haces respetar? Lo que tú no hagas por ti, nadie más lo va hacer. Si tú no te respetas, nadie lo va hacer; si tú no te amas, ¿cómo esperas que alguien más lo haga? Si no te valoras, nadie lo hará”.
Pocos días después, su papá y yo tuvimos una discusión y él se percató de lo sucedido. Por la noche se acercó a mí, me dio un abrazo fuerte y me dijo: “Mamá, no esperes que alguien te respete si tú no aprendes a poner límites”.
Quiero ser honesta. Las lágrimas rodaron por mis mejillas y entendí que no estaba dando un mensaje claro a mis hijos. No estaba siendo congruente con mis palabras y mis acciones. “Tienes toda la razón hijo, no vuelve a pasar”, fue mi comentario.
Y aunque sé que muchas veces aún siendo adultos, poner límites y emprender acción sobre las situaciones que lo ameritan cuesta mucho, entender que ya tenemos personas que caminan detrás nuestro y son el reflejo de lo que ven en casa y aprenden de nosotros, debería motivarnos para dejar los propios miedos y poder encontrar la congruencia en nuestras vidas.
Sin duda, nuestros hijos son nuestros maestros de vida.
¡Eres cómplice de lo que permites!