El 1 de octubre de 2024, Claudia Sheinbaum Pardo asumió la presidencia de México, convirtiéndose en la primera mujer en ocupar este cargo tras poco más de 200 años de vida independiente y después de 65 hombres que la precedieron en el mando. También es la primera mujer en encabezar el Poder Ejecutivo en un país de Norteamérica.
Para algunos, este es un momento histórico que despierta optimismo; para otros, es simplemente un cambio de rostro en un sistema roto. Los más escépticos insisten en que el poder siempre corrompe, que las inercias políticas y económicas absorberán a Sheinbaum, y que su margen de acción será mínimo. Pero, ¿es realmente ingenuo pensar que algo puede cambiar?
No lo creo. Ingenuidad implicaría ignorar los desafíos o actuar sin conciencia de los obstáculos. En cambio, este optimismo reconoce las dificultades, pero también las posibilidades. No se basa en una negación de la realpolitik o en desconocer las complicaciones. No es una fe ciega ni un alarde de pureza, sino una confianza fundada en la capacidad de transformación. La Historia nos enseña que las estructuras no son inmutables ni eternas, y que el cambio no solo es posible, sino que puede gestarse con gradualidad, aunque no todos seamos capaces de advertirlo en sus albores.
La idea de que “el poder corrompe” tiene raíces profundas en la historia del pensamiento político. Desde Maquiavelo hasta teorías contemporáneas de la política plantean que el mal ejercicio del poder tiende a concentrarlo y a reproducir las dinámicas que lo sostienen. En México, lo sabemos bien, lo hemos vivido. Pero esta visión, por lúcida que sea, tiene un límite: si asumimos que todo liderazgo será inevitablemente capturado por el sistema, estamos comprando la idea de que nada, nunca, puede cambiar. Ese pesimismo, más que una advertencia, se convierte en un obstáculo para el progreso.
Esta resignación pesimista se conecta con un proceso más amplio de despolitización, una estrategia clave para perpetuar el status quo. Cuando aceptamos que ningún líder puede generar cambios reales porque el sistema es demasiado grande o viciado, estamos renunciando a la posibilidad misma de la acción política.
Jacques Rancière lo describe bien: la despolitización ocurre cuando el sistema convence a las personas de que lo que existe es lo único posible. En ese sentido, la continuidad del poder no solo depende de sus estructuras, sino de su capacidad para hacernos creer que no hay alternativas. Así, el pesimismo se convierte en un arma más del poder, neutralizando la energía del cambio antes incluso de que surja.
En México, esta narrativa de que “nada puede cambiar” ha sido especialmente poderosa. Décadas de gobiernos corruptos y prácticas excluyentes han generado una sensación de escepticismo crónico. Ya lo vimos con López Obrador en 2018: muchos aseguraban que las inercias del sistema harían imposible una mejora y que su promesa de iniciar una transformación era solo demagogia. Aunque su gobierno sucumbió a presiones como las arancelarias de Trump y no estuvo exento de fallas graves —la persistente crisis de inseguridad y la impunidad en casos como Ayotzinapa lo demuestran—, también es innegable que hubo avances. Se redujo la pobreza, se elevaron programas sociales a rango constitucional y se desafió a las élites de formas que antes parecían imposibles. Además, el cambio discursivo y la derrota moral de una oposición que había normalizado el clasismo y la desigualdad como parte del sistema político mexicano, también fueron notables.
Ahora, las mismas advertencias se dirigen a Sheinbaum. Se dice que las élites que han gobernado México, el sistema patriarcal y las prácticas políticas que han marcado al país por generaciones no permitirán que su presidencia tenga un impacto significativo. Es cierto que el peso de las inercias históricas y de la mala praxis política es profundo y evidente, pero la llegada de una mujer –como ella– a la presidencia puede inspirar nuevas formas de politización y resistencia al sistema.
El verdadero peligro no es que el poder corrompa, sino que aceptemos de antemano que lo hará. Negar la posibilidad de cambio bajo el argumento de que “el poder siempre corrompe” es, en el fondo, aceptar que el sistema es inmutable. Y si algo es falso en el ámbito social, es precisamente la idea de inmutabilidad. La historia está llena de momentos en que las estructuras del poder, por más sólidas que parecían, fueron transformadas por la voluntad política, la resistencia y la movilización social. El optimismo no es ingenuidad cuando se basa en la posibilidad de desafiar el status quo.
El poder, por supuesto, conlleva riesgos. La tentación de proteger los intereses del sistema es siempre latente, y las presiones, chantajes y amenazas de los grupos fácticos nacionales e internacionales son reales. Pero el poder emanado de la legitimidad –que no de la usurpación o imposición– es una herramienta de transformación inconmensurable si se tiene un proyecto claro y un compromiso firme con la justicia y la dignidad. Lo que está en juego con Sheinbaum no es solo su capacidad individual para resistir estas presiones, sino nuestra capacidad colectiva para no resignarnos a una política que no ve a las mayorías. Creer que algo puede cambiar no es ingenuidad; es, de hecho, una postura política activa. El optimismo, en este sentido, es un acto de resistencia frente a un sistema que necesita del escepticismo y la apatía para sobrevivir.
La pregunta no es si Sheinbaum podrá resistir las fuerzas que intentarán frenar el cambio, sino si nosotros, como sociedad, estaremos dispuestos a no caer en la trampa del pesimismo y a apoyar –aún en tiempos de altas presiones internas y externas– a gobiernos que quieran cambiar las cosas, que busquen incomodar. Debemos preguntarnos si no sucumbiremos al pesimismo y la sumisión ante las primeras presiones.
Las inercias del poder son reales, pero el optimismo como acción y convicción política, también lo es. Negarnos la posibilidad de cambio es, en última instancia, hacerle el juego al sistema. Si algo ha contribuido a democratizar México, ha sido la negativa de tantas personas –aún en los momentos más oscuros de represión y matanza– a aceptar que la desesperanza, la injusticia y el abuso son permanentes. La Historia nos demuestra que no es así.