Hoy como todos los días, llegue por mis hijos al colegio. De inmediato noté que algo no andaba del todo bien con mi hijo, el más grande. Siempre sale feliz, contándome mil anécdotas, y hoy solo cabizbajo, contestó que no fue un buen día.
Le pregunté cuál era la razón que lo tenía triste. Y me contestó que una niña le había dicho que Santa Clos no existe y que no debería creer en esas cosas de niños inmaduros; con lágrimas me dijo: “Mamá, me robó mi espíritu navideño”.
Debo confesar que no supe muy bien qué decirle y es que yo siempre he buscado ser muy honesta con ellos en todas las cosas. Sin embargo, creo que algo que también he buscado cuidar es su inocencia y su capacidad de imaginar.
Creer en algo es cuestión de fe, independientemente de en lo que cada familia o individuo, a la edad que sea, decida depositar sus creencias.
Guarde silencio… dejé que terminara de contarme. Limpié sus lágrimas, lo contuve y le dije: “Hijo, todas las personas somos diferentes; sentimos, pensamos y creemos en cosas distintas y eso es lo que nos hace especiales. Lo que tú creas no depende de la opinión de absolutamente nadie, ni siquiera de mí.
“Tú decide qué quieres creer y qué no. Lo que te haga feliz y dé alegria a tu corazón y a tus pensamientos; eso es lo único que debes defender”.
Volteó y dijo: “Tienes razón mamá. Yo creo en el regalo que más allá de lo que Santa nos puede dejar debajo del árbol, es el poder compartir en familia”.
Me dejó sin palabras. Ahora era yo la que quería derramar algunas lágrimas. Me sorprendió la manera en que él pudo entender el mensaje.
No cabe duda de que los hijos vienen a este mundo a ser nuestros maestros; nos dan lecciones increíbles todos los días.
Y aunque sé que en algún momento la verdad los alcanzará, como en su momento nos tocó a nosotros, crecer es doloroso y ellos también crecerán. Pero mientras, podemos cuidar y nutrir esa inocencia. Está en nuestro rol de padres hacerlo.
La fuerza más grande de todas es un corazón inocente.