Nuestra Constitución Política, la Ley Suprema de la Nación, ha cumplido 107 años desde su promulgación en 1917, y es, con creces, la constitución más reformada en el mundo. Este dato, lejos de ser motivo de orgullo, refleja una realidad preocupante: Muchas de las reformas realizadas han respondido a intereses coyunturales y visiones políticas impuestas por los regímenes y partidos políticos dominantes en turno. La gran cantidad de cambios ha dado pie a una estructura fragmentada y desorganizada que parece más una colección de parches que un sólido marco de principios para la vida pública de México.
Las reformas, en sí mismas, no son necesariamente negativas. La sociedad, las costumbres y las circunstancias cambian, y nuestras leyes deben adaptarse a esta evolución. Sin embargo, el número de reformas acumuladas desde 1917 asciende a 787 en sus 136 artículos, y este constante “parcheo” ha transformado a nuestra Carta Magna en un documento normativo y regulador, más que en una guía de principios fundamentales que muchos constitucionalistas consideran esencial en una Constitución. Hoy, nuestra Constitución incluye detalles que deberían estar en leyes secundarias y se enfrenta al riesgo de perder su esencia original como fundamento de nuestro Estado y derechos.
La complejidad y extensión del texto constitucional actual han hecho que sea difícil de comprender para la mayoría de los ciudadanos y, en ocasiones, hasta para los jueces, magistrados y ministros. La falta de claridad se agrava cuando estos, junto con legisladores y representantes del Poder Ejecutivo, no logran ponerse de acuerdo sobre los roles y límites que deben observar al interpretar la Constitución y las leyes. Esta falta de consenso se ha evidenciado en temas como los límites de los jueces al revisar las reformas legislativas, o en la constante tensión entre el control constitucional y la actuación del Congreso de la Unión en su papel como integrante del constituyente permanente.
Este desorden no es una mera cuestión de estilo, sino un reflejo de un problema estructural: las reformas constitucionales no han estado guiadas por un consenso nacional sólido, sino que, en su mayoría, han sido el resultado de la imposición de visiones políticas de corto plazo, muchas veces carentes de un análisis profundo sobre sus implicaciones para el futuro del país. La constitución mexicana se ha convertido en un documento lleno de contradicciones internas, en el que se entremezclan preceptos que regulan derechos humanos con funciones específicas de organismos autónomos o disposiciones sobre políticas públicas concretas. Esta falta de coherencia genera inseguridad jurídica, y además abre la puerta a interpretaciones arbitrarias y a abusos de poder.
El panorama internacional ofrece algunos ejemplos que invitan a la reflexión. Países como Bolivia y Ecuador, en contextos sociales y políticos diferentes, decidieron implementar nuevas constituciones a través de asambleas constituyentes, que resultaron en textos más adaptados a sus realidades contemporáneas y en cierto grado de consenso social. A pesar de que en México no se ha discutido ampliamente la posibilidad de una nueva constitución con mecanismos de participación popular, como el referéndum, el caso de Chile muestra los retos de construir consensos y refleja la importancia de un proceso consultivo amplio y participativo.
En los próximos meses, es previsible que surjan aún más reformas constitucionales. Cada nueva modificación plantea la pregunta fundamental: ¿Hasta qué punto una Constitución desorganizada y desarticulada en sus disposiciones sigue siendo un reflejo fiel del pacto social y del proyecto de nación? ¿Es hora de considerar una nueva Constitución, pensada no desde los intereses de una administración, sino desde un consenso nacional que atienda los desafíos del México contemporáneo?
Estas interrogantes invitan a un debate profundo y estructural. Más que una cuestión de conveniencia política, se trata de reflexionar sobre la identidad nacional y el modelo de país que queremos construir. Si aspiramos a una Constitución que verdaderamente represente los valores de justicia, equidad y transparencia que la ciudadanía exige, tal vez el momento ha llegado para reimaginar nuestro texto constitucional desde sus cimientos, y no solo seguir añadiendo remiendos a una estructura cada vez más frágil y fragmentada. Tal vez sea el momento de devolverle a la Constitución su papel original como un pacto de todos los mexicanos, construido sobre principios claros y sostenido por la voluntad de un México moderno que mira al futuro.