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Tzinti Ramírez
Tzinti Ramírez
Internacionalista y maestra en Historia y Política Internacional por el Graduate Institute of International and Development Studies (IHEID) en Ginebra, Suiza. Investigadora invitada en el Gender and Feminist Theory Research Group y en el CEDAR Center for Elections, Democracy, Accountability and Representation de la Universidad de Birmingham, en Reino Unido. Miembro de la Red de Politólogas.

De oftalmólogo a dictador: la caída de Bashar al-Assad y el tablero geopolítico en Siria

11 diciembre 2024
|
05:00
Actualizada
00:46

Bashar al-Assad, nacido el 11 de septiembre de 1965 en Damasco, es el tercero de cinco hijos de Hafez al-Assad, quien gobernó Siria desde 1971 hasta su muerte en el año 2000. Inicialmente, Bashar no estaba destinado a la política. De hecho, estudió medicina en la Universidad de Damasco, graduándose en 1988, y se especializó en oftalmología en el Western Eye Hospital de Londres en 1992. Su vida dio un giro en 1994 cuando Bassel, su hermano mayor, murió en un accidente automovilístico, lo que lo llevó de regreso a Siria para ser preparado como sucesor de su padre.

Tras la muerte de Hafez al-Assad en junio de 2000, Bashar asumió la presidencia de Siria. Para facilitar su ascenso, se modificó la constitución, reduciendo la edad mínima para la presidencia de 40 a 34 años, la edad de Bashar en ese momento. Fue elegido en un referéndum con el 97% de los votos, un proceso ampliamente criticado por su falta de transparencia.

De ahí en adelante, el régimen de Bashar al-Assad se caracterizó por prácticas dictatoriales y violaciones sistemáticas de los derechos humanos. La prisión de Sednaya, al norte de Damasco, se convirtió en un símbolo de tortura y represión, donde miles de opositores fueron detenidos y sometidos a abusos. Además, la brutalidad de su gobierno incluyó, por ejemplo, el uso de armas químicas contra civiles, como el ataque con gas sarín en 2013 que causó más de mil 500 muertes.

La mal llamada Primavera Árabe de 2011 desencadenó protestas en Siria, inicialmente pacíficas, que demandaban reformas democráticas. Sin embargo, Estados Unidos y otras potencias regionales apoyaron a grupos rebeldes para derrocar al gobierno de Assad, lo que contribuyó a la escalada del conflicto en una guerra civil prolongada por más de 12 años. Jeffrey Sachs, economista y profesor de la Universidad de Columbia, ha señalado de manera inequívoca esta operación como una de “cambio de régimen”, como se conoce a las estrategias encubiertas orientadas a la desestabilización y derrocamiento de gobiernos percibidos como hostiles a los intereses de Estados Unidos. En este caso, el derramamiento de sangre y la destrucción resultantes incluyeron el apoyo estadounidense a diversos grupos rebeldes con claros vínculos con Al Qaeda –otrora considerados terroristas–.

Además de los siempre mencionados, Estados Unidos y Rusia, otro actor relevante en este conflicto ha sido Turquía, que apoyó a grupos rebeldes y desplegó tropas en el norte de Siria, consolidando su presencia en áreas clave como Afrín e Idlib. Turquía, bajo el liderazgo de Recep Tayyip Erdogan, justificó repetidamente estas acciones –contrarias a los intereses rusos en la zona– en nombre de la lucha general contra las milicias kurdas y con una agenda más particular que busca evitar un posible Estado kurdo en su frontera. Así, Siria se convirtió en un espacio de disputa no solo entre potencias globales, sino también entre actores regionales con intereses encontrados.

Por otro lado, como se ha visto en días recientes, Israel ha aprovechado el vacío de poder que se generó en Siria por el derrocamiento del régimen Assad para avanzar sus propios objetivos geopolíticos. Benjamin Netanyahu, primer ministro israelí sobre el que pesa una orden de arresto de la Corte Penal Internacional, dejó claro en un mensaje en la red social X que los Altos del Golán “serán parte inseparable del Estado de Israel por siempre”. Este territorio, ocupado por Israel desde la guerra de 1967, tiene un alto valor estratégico por sus recursos hídricos y su posición militar clave. Sin embargo, la ambición territorial israelí no se detiene en los Altos del Golán.

En particular durante el último año, Israel ha intentado expandir su influencia en la región de distintas maneras. En el sur del Líbano, su confrontación con Hezbollah ha impedido avances significativos, mientras que en Gaza, la reciente ocupación de facto del norte del territorio ha desplazado y tenido como víctimas mortales a miles de palestinos y consolidado una presencia militar israelí que parece pretenderse permanente. En Cisjordania, la expansión de asentamientos ilegales continúa: con cada vez más tierras palestinas siendo anexadas en un proceso de ocupación brutal de largo plazo.

Estas acciones en su conjunto forman parte de una visión más amplia promovida por figuras como Bezalel Smotrich, actual ministro de Finanzas y líder del partido ultraderechista Sionismo Religioso. Smotrich ha defendido abiertamente la idea del “Gran Israel”, un concepto que incluye la expansión del control israelí sobre territorios que incluyen partes de Siria, Líbano, Jordania e incluso Irak. La caída del régimen de Assad y la fragmentación en Siria ofrecen a Israel una oportunidad para avanzar en estas ambiciones.

En este tablero geopolítico, el conflicto sirio, más que un enfrentamiento interno, ha servido como escenario para las ambiciones de potencias globales y regionales. Estados Unidos, Rusia, Turquía e Israel han intervenido hace más de una década, cada uno persiguiendo sus propios intereses. Mientras tanto, el pueblo sirio sigue atrapado entre la devastación de un régimen dictatorial, la ocupación extranjera, las luchas de poder entre actores externos y la toma del poder por parte de grupos islamistas que han hecho gala de su extremismo.
Al final, la trayectoria de Bashar al-Assad es un reflejo de las fallidas promesas de modernización para Siria y de las complejidades de la política en Oriente Medio. Su caída marca el fin de una era brutal, pero no la resolución de los conflictos que han fragmentado a la región. Más bien, deja al descubierto cómo las ambiciones territoriales y los intereses de actores como Israel, Estados Unidos, Turquía, Rusia e Irán siguen reconfigurando las fronteras y perpetuando las dinámicas de poder en pleno siglo XXI.

El sufrimiento del pueblo sirio debe persistir como un recordatorio imborrable del costo humano de esos juegos de poder. Según cifras oficiales, el conflicto ha cobrado más de 500 mil vidas desde 2011, de las cuales aproximadamente 25 mil eran niños. Más de 13 millones de personas han sido desplazadas, incluidos 6.8 millones de refugiados que huyeron a países como Turquía, Líbano y Jordania. Mientras tanto, el 90% de la población restante vive en la pobreza extrema. Con un nuevo régimen emergiendo tras la caída de Assad, queda una amarga pregunta: ¿Terminarán alguna vez los abusos, o simplemente han cambiado de rostro?

*Las opiniones y contenidos en este texto son responsabilidad total del autor y no de este medio de comunicación.
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