El pasado 31 de diciembre de 2024 se publicó una reforma al párrafo segundo del artículo 19 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en materia de prisión preventiva oficiosa, ampliando el catálogo de delitos por los cuales los jueces deben imponer esta medida cautelar. Esto significa que, al ser acusado de ciertos delitos, el imputado deberá enfrentar su proceso penal en prisión, aun cuando no exista una sentencia que acredite su culpabilidad.
Lo controvertido de esta reforma no radica únicamente en la ampliación de delitos como extorsión, narcomenudeo, actividades relacionadas con el fentanilo y otras drogas sintéticas; defraudación fiscal, contrabando y la emisión de comprobantes fiscales falsos. El verdadero conflicto surge de la contradicción que esto representa frente a la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) emitida en enero de 2023, en la cual se condenó al Estado mexicano y se le ordenó eliminar la figura de la prisión preventiva oficiosa por considerarla violatoria de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
La CIDH determinó que la prisión preventiva oficiosa viola el principio de presunción de inocencia, uno de los pilares fundamentales del debido proceso legal. Este principio establece que todo individuo es inocente hasta que se demuestre lo contrario, algo que, en el caso mexicano, queda anulado con la imposición de la prisión preventiva obligatoria. En lugar de adecuar el marco normativo para cumplir con este mandato internacional, el Estado mexicano optó por ir en la dirección opuesta, ampliando los supuestos que obligan al juez a imponer esta medida cautelar.
Un aspecto adicional de esta reforma es su impacto en la interpretación constitucional. El artículo modificado establece que “los órganos del Estado deberán atenerse a su literalidad, quedando prohibida cualquier interpretación análoga o extensiva” del texto. Esto significa que los jueces, magistrados y ministros están obligados a interpretar este artículo literalmente, cerrando la puerta al principio pro persona contenido en el artículo 1º de la Constitución, que prioriza la norma más favorable al individuo y garantiza una interpretación amplia y protectora de los derechos humanos.
Esta restricción interpretativa plantea un grave desafío para el sistema de justicia, pues impide a los operadores jurídicos utilizar herramientas esenciales para garantizar los derechos fundamentales. En palabras simples, se elimina la posibilidad de que los jueces puedan interpretar la ley de manera que proteja mejor los derechos de las personas, consolidando un enfoque punitivista que prioriza la detención sobre la justicia.
El riesgo inherente a estas reformas no es menor. En un sistema de justicia donde la fabricación de pruebas y las deficiencias en la investigación ministerial son una realidad frecuente, la prisión preventiva oficiosa puede convertirse en una herramienta de persecución política, criminalización de la pobreza o incluso en un mecanismo de represión contra sectores vulnerables. El hecho de que una persona pueda ser encarcelada simplemente por una acusación, sin un análisis profundo de las pruebas, pone en riesgo la libertad de muchos ciudadanos que podrían ser inocentes.
La aplicación de estas reformas merece una observación constante y crítica. No podemos ignorar que esta medida, aunque presentada como un intento por combatir delitos graves, representa un retroceso significativo en la defensa de los derechos humanos en México. Cumplir con nuestras obligaciones internacionales no es una opción, es un imperativo legal y ético. El derecho a la libertad y a un juicio justo debe prevalecer sobre cualquier narrativa que pretenda justificar el encarcelamiento sin pruebas definitivas.
La pregunta que queda en el aire es: ¿qué tipo de justicia estamos construyendo? Si el Estado mexicano no rectifica y prioriza los derechos humanos sobre los intereses punitivos, corremos el riesgo de perpetuar un sistema que castiga más que protege, que encarcela más que rehabilita y que, en lugar de garantizar justicia, siembra más desconfianza en nuestras instituciones.