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11 abril 2025
Tzinti Ramírez
Tzinti Ramírez
Internacionalista y maestra en Historia y Política Internacional por el Graduate Institute of International and Development Studies (IHEID) en Ginebra, Suiza. Investigadora invitada en el Gender and Feminist Theory Research Group y en el CEDAR Center for Elections, Democracy, Accountability and Representation de la Universidad de Birmingham, en Reino Unido. Miembro de la Red de Politólogas.

Retórica sin memoria: el simplismo histórico del discurso inaugural de Trump

22 enero 2025
|
05:00
Actualizada
12:02

El discurso inaugural de Donald Trump el 20 de enero de 2025 marcó un intento por consolidar su visión de liderazgo basada en promesas grandilocuentes, la idealización de un pasado glorioso y la construcción de enemigos. Esta retórica, lejos de ser novedosa, forma parte de un fenómeno político global que recurre al simplismo histórico y a la manipulación emocional para ganar apoyo.
En su intervención, Trump ofreció una versión distorsionada de la historia de Estados Unidos, omitiendo deliberadamente lecciones fundamentales del pasado. Esta falta de memoria histórica no solo socava el sustento de sus propuestas, sino que perpetúa dinámicas insostenibles, y apunta a continuar alimentando los problemas estructurales que enfrenta nuestro vecino del Norte.

“La Edad de Oro comienza ahora”

La alusión de Trump a una nueva “Edad de Oro” para Estados Unidos busca evocar imágenes de prosperidad, pero también debería remitirnos a la “Gilded Age” de finales del siglo XIX, un periodo de avances industriales y expansión económica, que sin embargo, estuvo marcado por una desigualdad extrema, corrupción política y luchas laborales feroces. Al invocar esa era en su discurso, Trump omitió que el progreso de aquel tiempo surgió de tensiones sociales y reformas que buscaron equilibrar un sistema profundamente injusto. Proclamar una “nueva era dorada” sin reconocer esas lecciones del pasado debería llevar a los estadunidenses a preguntarse si las políticas de Trump estarán orientadas a beneficiar nuevamente a las élites económicas mientras las clases trabajadoras cargan con las consecuencias.

Crisis de confianza gubernamental

Trump aseguró que su gobierno será la solución a una “crisis de confianza” en las instituciones. Sin embargo, omite cómo su primera presidencia y sus métodos de comunicación política, caracterizados por desinformación y retórica incendiaria, fueron factores clave en la exacerbación de esta misma crisis. La polarización política que definió su mandato previo no surgió en el vacío: fue amplificada por estrategias que priorizaron la división y el antagonismo sobre la búsqueda de consensos.
Un ejemplo claro de esta dinámica se dio durante la pandemia de COVID-19, cuando Trump deslegitimó repetidamente a los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) y promovió teorías de la conspiración sobre tratamientos, vacunas y sobre la enfermedad en general, erosionando la confianza pública en la ciencia. Según un informe de la revista científica The Lancet, las declaraciones contradictorias de la administración Trump contribuyeron a una disminución en la confianza hacia las instituciones de salud pública, lo que impactó negativamente la eficacia de las medidas sanitarias.
Además, figuras influyentes como Elon Musk han jugado un papel significativo en la ampliación de esta crisis. Musk, usa cotidianamente su plataforma en redes sociales para cuestionar instituciones gubernamentales, desde reguladores financieros hasta agencias espaciales. Su estilo y su trabajo a conveniencia con los algoritmos de la plataforma X, han contribuido a una atmósfera de desconfianza hacia las estructuras tradicionales del gobierno.
Cuando líderes como Trump o Musk, con millones de seguidores, desacreditan sistemáticamente las instituciones sin ofrecer alternativas viables o sólidas, refuerzan y se aprovechan de una narrativa de colapso inminente del sistema. Trump parece más enfocado en perpetuar la desinformación y la confrontación que en abordar las raíces de esta desconfianza, lo que sugiere que, lejos de solucionarla, su liderazgo busca perpetuarla.

“America First” y el respeto internacional

Trump prometió restaurar el respeto global hacia Estados Unidos con su doctrina “America First”, pero esta política, lejos de fortalecer alianzas, erosionó durante su primer mandato relaciones históricas, especialmente con Europa Occidental, y debilitó la posición estadunidense en organizaciones como la OTAN y la ONU –no que eso sea negativo para el resto de los países–. Su retirada del Acuerdo de París en 2017 –misma que repitió ayer– aisló a EE.UU. en la lucha climática, mientras que China aprovechó el vacío, invirtiendo más de 380 mil millones en energía verde en 2020, asumiendo el liderazgo en energías renovables y diplomacia climática, según la Agencia Internacional de Energía (AIE).
Asimismo, su amenaza de retirar a EE.UU. de la OTAN generó desconfianza entre aliados transatlánticos. Una encuesta de Pew Research Center en 2019 mostró que solo el 26% de los alemanes tenía una visión positiva de Estados Unidos. Históricamente, períodos de aislacionismo, como en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, han debilitado a EE.UU. y dejado espacio para el avance de potencias rivales.

Política migratoria: más Historia, menos enemigos

En su discurso, Trump calificó la migración como una “invasión” y anunció una emergencia nacional en la frontera sur, junto con la reiteración de que vendrán deportaciones masivas. Esta retórica no solo demoniza a los migrantes, sino que simplifica hasta la caricatura un fenómeno profundamente complejo. Como vemos en el reciente libro “Everyone Who Is Gone Is Here: the United States, Central America, and the Making of a Crisis”, de Jonathan Blitzer,
la migración con dirección a Estados Unidos está lejos de ser una “invasión” cultural o demográfica y es más bien el resultado de dinámicas históricas, muchas de las cuales tienen sus raíces en el propio intervencionismo de Estados Unidos, por ejemplo, en Centroamérica durante la Guerra Fría. Durante ese periodo, Washington respaldó dictaduras, financió guerras civiles y desestabilizó economías enteras, explotó y extrajo recursos generando las condiciones que llevaron a millones de personas a huir de la violencia, la pobreza y la falta de oportunidades.
Las políticas de intervención estadunidense en Centroamérica durante la Guerra Fría, como el apoyo a los contras en Nicaragua o la intervención militar en El Salvador, dejaron profundas cicatrices en la región. En Nicaragua, el financiamiento de los contras en los años 80, diseñado para desestabilizar al gobierno sandinista, alimentó una guerra civil que costó decenas de miles de vidas y dejó al país devastado económica y socialmente. En El Salvador, el apoyo militar y económico estadunidense a un régimen acusado de violaciones sistemáticas de derechos humanos prolongó un conflicto armado que dejó más de 75 mil muertos y miles de desaparecidos. Estas intromisiones, generaron sociedades marcadas por el trauma y con instituciones débiles incapaces de ofrecer justicia, seguridad y oportunidades económicas.
A este panorama se sumaron las políticas migratorias de las décadas posteriores, que intensificaron los problemas en la región. Durante los años 90, Estados Unidos deportó a miles de jóvenes centroamericanos, muchos de los cuales habían crecido en entornos marginalizados y violentos en ciudades como Los Ángeles. Entre ellos estaban miembros de pandillas como la MS-13 y la Barrio 18, que habían surgido en Estados Unidos como respuesta a las dinámicas de exclusión social y criminalización.
Estas deportaciones masivas exportaron el problema de las pandillas a países como El Salvador, Honduras y Guatemala, donde la falta de control estatal y las condiciones de pobreza permitieron que estas organizaciones criminales crecieran y se consolidaran. Según estudios del Instituto de Política Migratoria, entre 1996 y 2018, Estados Unidos deportó a más de 2.5 millones de personas a América Central, exacerbando las crisis de seguridad en la región.
Estos matices muestran que las dinámicas migratorias actuales no son el resultado de una “invasión”, como sugiere Trump, sino de políticas estadunidenses que contribuyeron a la inestabilidad, económica y política, que empuja a miles a buscar refugio. Por más espectacularización mediática que quiera lograr el presidente Trump, construir muros o militarizar la frontera no aborda las causas de fondo y tampoco elimina la dinámica histórica de la que son producto.

Energía y medio ambiente: “drill, baby, drill”

“Excavar, baby, excavar”, dijo Trump al tiempo que anunciaba la revocación de políticas ambientales como el Nuevo Pacto Verde de Joe Biden. Trump habló de dar prioridad a la extracción de petróleo y gas, declarando una “emergencia energética nacional”. Esta postura responde a su apuesta por el corto plazo: impulsar la economía a través del empleo en sectores tradicionales, reducir los costos energéticos inmediatos y fortalecer la independencia energética de Estados Unidos. El petróleo y el gas siguen siendo fuentes clave en industrias como la automotriz, el transporte y la manufactura, sectores que Trump busca proteger como base de su estrategia populista y su narrativa de revitalizar la “América trabajadora”.
Sin embargo, esta visión ignora las tendencias globales hacia energías renovables, que no solo son más sostenibles, sino que están definiendo el futuro económico y tecnológico. Mientras países como China y Alemania lideran la inversión en energía solar, eólica y almacenamiento, Estados Unidos podría quedar rezagado en mercados clave de innovación energética. Según la Agencia Internacional de Energía, las renovables representaron casi el 90% de la nueva capacidad eléctrica instalada a nivel mundial en 2022, reflejando un cambio irreversible hacia tecnologías más limpias.
La dependencia de combustibles fósiles, aunque rentable en el corto plazo, ignora la urgencia de la crisis climática y el impacto económico de eventos extremos vinculados al cambio climático, como huracanes, incendios y sequías. A largo plazo, la apuesta de Trump no es solo ambientalmente insostenible, sino que dista mucho de ser la solución a los problemas económicos de industrias como la automotriz en Estados Unidos.

Grandilocuencia sobre el pasado: el Canal de Panamá

Entre las promesas de su segundo mandato, Trump planteó su intención de “recuperar” el Canal de Panamá, argumentando que Estados Unidos hizo un gran sacrificio económico y humano para construirlo, solo para “regalarlo” a Panamá. Este tipo de afirmaciones ignoran la compleja historia detrás de la construcción y transferencia del canal, un proyecto que no solo es testimonio de la ingeniería moderna, sino también de la política intervencionista de Washington en América Latina.
Estados Unidos tomó el control del proyecto en 1903 tras apoyar la independencia de Panamá de Colombia, un movimiento orquestado para asegurar los derechos perpetuos sobre la Zona del Canal. A cambio, Washington asumió el esfuerzo fallido de los franceses, invirtiendo $375 millones de dólares y perdiendo miles de vidas en el proceso, principalmente de trabajadores inmigrantes caribeños que enfrentaron condiciones de trabajo brutales. Aunque Trump resalta estas pérdidas como un sacrificio propio mal recompensado, la historia demuestra que la construcción del canal está lejos de haber sido un acto altruista y es más bien un símbolo del expansionismo estadunidense.
Durante gran parte del siglo XX, el control del canal permitió a Estados Unidos dominar el comercio marítimo global y mantener su influencia en el hemisferio. Sin embargo, la administración de la Zona del Canal generó profundas desigualdades económicas y un resentimiento creciente entre los panameños, que lucharon durante décadas por recuperar su soberanía. Las protestas de 1964, que dejaron 22 personas muertas, fueron un recordatorio del costo humano de esa lucha y presionaron a Washington para renegociar los términos.
Los tratados Torrijos-Carter de 1977, que devolvieron el canal a Panamá en 1999, no fueron un “regalo”, como afirma Trump, sino un acto de reparación histórica. Estos acuerdos reconocieron el derecho legítimo de Panamá a administrar una infraestructura clave en su propio territorio, mientras que Estados Unidos mantenía acceso garantizado al canal bajo términos muy convenientes. Desde entonces, Panamá ha convertido el canal en un modelo de eficiencia y ha ampliado su capacidad, consolidándolo como uno de los ejes del comercio global.
Reclamar el canal hoy, es un retorno a una visión colonialista del poder.

Simplismo histórico, consecuencias reales

El discurso inaugural de Trump ejemplifica cómo la falta de memoria histórica y la simplificación de problemas complejos pueden alimentar movimientos políticos que prosperan en la creación de enemigos ficticios y en la manipulación de narrativas ahistóricas. Estas estrategias no solo distorsionan la realidad, sino que también movilizan apoyo político basándose en falsedades. Desde la migración hasta la energía y las relaciones internacionales, las propuestas de Trump no abordan las causas estructurales de los problemas ni reconocen los errores del pasado. La glorificación de una supuesta “Edad de Oro” y la creación de enemigos internos y externos pueden ser estrategias efectivas para movilizar apoyo político a corto plazo, pero son profundamente deshonestas y, en última instancia, incapaces de ofrecer soluciones reales en un mundo interconectado y lleno de desafíos. Estas tácticas no solo distorsionan la realidad, sino que también obstaculizan el liderazgo necesario para enfrentar problemas complejos con visión y responsabilidad.
Estados Unidos no necesita más retórica basada en mitos, sino políticas informadas, visionarias y comprometidas con una comprensión profunda de su historia y su papel en el mundo. Sin memoria histórica, no hay progreso posible y Estados Unidos no es la excepción.

*Las opiniones y contenidos en este texto son responsabilidad total del autor y no de este medio de comunicación.
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