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11 abril 2025
Tzinti Ramírez
Tzinti Ramírez
Internacionalista y maestra en Historia y Política Internacional por el Graduate Institute of International and Development Studies (IHEID) en Ginebra, Suiza. Investigadora invitada en el Gender and Feminist Theory Research Group y en el CEDAR Center for Elections, Democracy, Accountability and Representation de la Universidad de Birmingham, en Reino Unido. Miembro de la Red de Politólogas.

Trump y sus criptomonedas: cuando la política se convierte en mercancía

29 enero 2025
|
05:00
Actualizada
23:07

El 17 de enero de 2025, a pocos días de asumir su segundo mandato presidencial en Estados Unidos, Donald Trump anunció el lanzamiento de su propia criptomoneda, $TRUMP. En cuestión de días, la moneda alcanzó una capitalización de mercado de 15 mil millones de dólares. Apenas dos días después, el 19 de enero, presentó $MELANIA, otra criptomoneda que en pocas horas alcanzó los 2 mil millones de dólares en valoración. Este arranque no deja dudas: bajo la segunda administración Trump, el poder político se presenta sin tapujos como una herramienta para el enriquecimiento personal.

Las meme-monedas
Las memecoins o “meme-monedas” como $TRUMP y $MELANIA son una forma de criptomoneda o moneda digital que funciona a través de tecnologías como la criptografía y las cadenas de bloques (blockchain), que evitan su falsificación. A diferencia del dinero tradicional, no están respaldadas por bancos centrales ni gobiernos, sino que dependen enteramente de su aceptación en el mercado y por tanto de la confianza que los usuarios depositen en ellas para realizar transacciones.

Dentro de este universo digital, las memecoins ocupan un lugar peculiar. A diferencia de criptomonedas como Bitcoin, que buscan al menos en principio constituirse en alternativas financieras o tecnológicas, las memecoins no tienen un propósito funcional ni un valor intrínseco. Su atractivo radica en la viralidad: es simple, si muchas personas comienzan a desearlas y comprarlas, su precio sube rápidamente, aunque esa misma dependencia de la popularidad las vuelve extremadamente volátiles, ya que una pérdida abrupta de interés puede desplomar su valor.

Un ejemplo emblemático de una moneda-meme es Dogecoin, una criptomoneda creada en 2013 como una parodia del mundo cripto, tomando su nombre de un popular meme de un perro Shiba Inu llamado “Doge”. Lo que comenzó como una broma terminó convirtiéndose en un fenómeno global cuando, en 2021, figuras públicas como Elon Musk impulsaron su popularidad a través de redes sociales. Ese año, Dogecoin alcanzó una capitalización de mercado superior a los 80,000 millones de dólares, demostrando cómo la viralización del interés puede inflar el valor de una moneda que carece de un propósito funcional claro.

El caso de Dogecoin es un ejemplo de cómo es posible a través del mercado digital atribuirle “valor” desproporcionado a algo otrora trivial. Una memecoin como esta no tiene otro respaldo que el deseo de las personas por adquirirla, lo que refleja cómo las dinámicas del humor y la viralidad pueden transformar la economía digital en un espacio de especulación que trasciende la especulación financiera que hemos conocido hasta ahora.

Las “meme-monedas Trump” no pretenden transformar la economía digital ni competir con gigantes como Bitcoin o Ethereum, pero sí son vehículos que facilitan el lucro de la banalización de la política. Este nuevo modelo especulativo implica costos y no son solo de índole económico.

El riesgo

La emisión de criptomonedas por parte de figuras políticas como Trump plantea serios conflictos éticos y prácticos. ¿Qué significa para la política que un político como Trump pueda enriquecerse directa e instantáneamente gracias a sus seguidores? La emisión de criptomonedas por parte de figuras políticas como Trump amplifica una tendencia inquietante: la tentación que la viralización ofrece a los políticos para convertir el escándalo en poder y ahora directamente en riqueza.

En un ecosistema mediático donde lo más ruidoso capta la atención, el espectáculo reemplaza al debate, y la capacidad de generar titulares se convierte en una herramienta tramposa del poder. Este fenómeno no solo desplaza los incentivos para el diálogo, la deliberación racional, la complejización de los análisis o la historización de los fenómenos, sino que potencialmente exacerba los incentivos para el uso de discursos incendiarios, polarizantes y por lo tanto, profundamente antidemocráticos.

La viralización se convierte en un objetivo en sí mismo, y los políticos que entienden esta lógica se ven tentados a especular con el escándalo. Declaraciones provocadoras, ataques a minorías, estereotipado de grupos sociales y mensajes a todas luces discriminatorios e incluso la reproducción o incitación a los discursos de odio, no solo aseguran atención inmediata, sino que movilizan emociones como la ira, el miedo o el resentimiento, que se traducen a su vez en clics, seguidores y, como en el caso de las criptomonedas de Trump, en ingresos monetarios directos.

¿Hacia dónde vamos?

Es en este nuevo contexto, que la excusa de ser “políticamente incorrectos” y “atreverse a decir las cosas” normaliza discursos que, en otras circunstancias, deberían ser ampliamente condenados como antidemocráticos y perjudiciales. Insultos, generalizaciones dañinas y ataques a comunidades vulnerables se presentan como “verdades incómodas”, y se enmarcan como actos de rebeldía contra una supuesta censura del “sistema”. El riesgo es que este enfoque degrada la calidad del discurso político. En lugar de propuestas concretas o debates de ideas en torno a lo público, los líderes que explotan la viralización están incentivados a escalar sus mensajes hacia el conflicto constante.

Los dichos incendiarios se transforman de lapsus o errores a herramientas deliberadas para mantener la atención y el poder, aunque el costo sea la erosión de la cultura democrática y el aumento –muy tangible– de la hostilidad entre sectores de la sociedad. En última instancia, este fenómeno de la especulación digital sobre avatares de políticos, puede desencadenar una peligrosa espiral. Cuanto más se logre mercantilizar el escándalo, más corremos el riesgo de terminar involucrados en una competencia en la que los discursos más extremos y divisivos sean los de mayor rendimiento.

Para personajes como Trump, que han construido su carrera política a través de la controversia, esta lógica les es más que familiar. La criptomoneda $TRUMP no es solo un negocio, sino un símbolo de la manera en que intereses privados pujan por transformar la política de un proceso de deliberación pública a una plataforma de monetización privada constante.

Es así como, figuras como Trump, se ven recompensadas por avivar conflictos y explotar las fracturas sociales banalizándolas incluso a un punto tal que se convierten en un arma rentable para legitimar prejuicios, atacar a minorías y consolidar una base de apoyo dispuesta a consumir cualquier producto asociado con su líder.

La viralización no solo premia a quienes hacen declaraciones explosivas, sino que penaliza a quienes buscan consensos o promueven debates matizados y bien informados, porque esos no generan la misma atención. Así, el ecosistema mediático no solo amplifica el ruido, sino que lo convierte en la base para justificar políticas excluyentes, antidemocráticas o incluso autoritarias. La popularidad de las meme-monedas que hemos visto en los últimos días no es un reflejo de una voluntad democrática, sino el resultado de una estrategia que busca explotar la indignación y el prejuicio como activos comerciales, es lo último en la saga de la política como entretenimiento. Un fenómeno que acelera la transformación de los ciudadanos en espectadores-consumidores, dejando el futuro de las democracias en manos de quienes mejor sepan capitalizar –literalmente– el caos.

*Las opiniones y contenidos en este texto son responsabilidad total del autor y no de este medio de comunicación.
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