Toda buena película inicia con un buen guión. Cuando las historias son auténticas y mueven las fibras de los espectadores es inevitable que se les reconozca. El pasado fin de semana se celebraron los premios Goya a lo mejor del cine español. Los discursos de agradecimiento de los ganadores repartieron crédito a la familia, a los hijos, a los padres, a los compañeros, a la vida o a la suerte, pero el de Eduard Sola, quien obtuvo el Goya a mejor guión original por “Casa en llamas”, se llevó la gala.
En el reverso de un dibujo que presumía los garabatos de colores hechos por un niño pequeño, Sola, quien el último año ha llevado a la pantalla al menos tres de sus historias retratando el complicado universo femenino, dejó caer como plomo y con la voz entrecortada una verdad tras otra sobre el trabajo de ser una madre en estos tiempos: agradeció a las mujeres que dedican su vida a criar una generación de hijas e hijos equilibrando una jornada laboral de ocho horas peor remunerada que la sus pares varones; en la que se hacen cargo de las necesidades de los hijos y del hogar en una vida basada en la renuncia personal.
Sola se llevó las palmas una y otra vez, provocó las lágrimas de los presentes y los que vieron su discurso después; los poco más de 90 segundos sobre el escenario bastaron para evidenciar no sólo el trabajo de las supermadres –que todos conocemos alguna, trabajamos con ellas o fuimos criados por una–, que para ellas la deuda será impagable. La intención del guionista fue visibilizar la brecha de género, que esas mujeres se esfuerzan el doble para que se les reconozca la mitad, así como demandar una crianza equitativa desde donde madres y padres puedan cuidar a los hijos en libertad y dignamente, sin sacrificios y sin roles que anulen a uno u otro.
Sola bajó del escenario envuelto en llanto tras dedicar su estatuilla a su madre. Sus compañeros aplaudían y lloraban por igual. Algo en las palabras del guionista dejó una semilla, una invitación al cambio de consciencia con una historia a la vez.