Iniciemos en casa

La semana pasada hablábamos de reingeniería, ese cambio que muchas personas creemos que nuestra sociedad requiere después que por diversos factores hemos perdido o disminuido nuestra capacidad de empatizar o ser compasivos ante el dolor o las circunstancias desfavorables que viven otras personas.

Si nos proponemos tener un cambio radical en nuestra sociedad, es preciso entender que nada empieza de afuera hacia adentro, sino al revés, es desde nuestro interior que podemos reflejarlo hacia afuera. Nadie puede dar lo que no tiene. También es cierto que el ejemplo arrastra, así que la congruencia de nuestros actos y nuestro decir será notoria para los que nos rodean, por tanto, empecemos en casa.

Si queremos que el mundo cambie, tenemos que cambiar primero nosotros. Entonces, la reingeniería debe de iniciarse en nuestra persona y en nuestro hogar por pequeños que sean los cambios. Van a ser los primeros pasos de un cambio mayor, que deveras genere un cambio sistémico en nuestra sociedad.

Si nosotros mismos no somos capaces de ver como iguales a las otras personas, si las juzgamos por su apariencia, por su forma de vestir, por su forma de actuar, por su arreglo personal, por sus creencias, por los lugares a los que asiste o la forma de su comportamiento, en lugar de generar empatía, generamos juicios que nos alejan cada día más. Lo único que conseguiremos será polarizar nuestra ya muy dividida sociedad. Y esto no favorece a nadie, ni siquiera a nosotros mismos.
Analicemos: ¿Cómo nos comportamos frente a una persona con discapacidad? ¿Generamos empatía, ofrecemos ayuda, la ignoramos, preferimos voltear a otro lado?
Si tenemos hijos o sobrinos, ¿cómo les estamos enseñando a ver a los demás? ¿Con empatía, o desde la burla, la indiferencia, el juicio y el rechazo que nos lleva a la discriminación?

Hemos normalizado ponernos apodos que nos señalan por una característica física o intelectual, o un comportamiento particular; hacemos “chistes” que lastiman, que son burlas, que dañan a los demás.

Estamos enseñando a nuestros niños y adolescentes que es bueno poner etiquetas y hasta mofarnos o burlarnos de cómo son las demás personas.
Al ver a alguien distinto por la razón que sea, en lugar de sonreír amablemente nos alejamos, mostramos rechazo, lo ignoramos o peor aún, nos burlamos porque sentimos que no es como nosotros. Estamos enseñando a nuestros hijos y a quienes nos rodean el rechazo y la discriminación.
No podemos pedir a otros lo que no estamos dispuestos a dar. Pedimos guarderías, preescolares, escuelas incluyentes, trabajos, espacios de ocio incluyentes, etc. Sí, por supuesto es derecho, sin embargo, si queremos que el mundo cambie, cambiemos nosotros, pensemos de qué forma podemos contribuir para ser más incluyentes.

Hace unos meses un colegio incluyente, me pidió compartiera una charla sobre cómo podemos crear un espacio cada vez más inclusivo en la escuela. Por supuesto, aproveché esta buena iniciativa para analizar qué estamos haciendo como comunidad, en este caso educativa, para ser cada día más incluyentes. Claro está que me refiero a TODOS los que forman esa comunidad, desde directivos hasta personal de aseo; desde el alumno más pequeño hasta el mayor. Los papás del estudiante con discapacidad y los que tienen un hijo que no vive con ella. Lo importante era analizar qué aportación estaba realizando cada uno de ellos para que todo funcionara mucho mejor.

Cada acción cuenta. Sumando cada una de ellas lograremos multiplicar los buenos resultados y cuando menos pensemos, habremos logrado grandes cambios en favor de la inclusión.