En esta columna hemos hablado de la importancia de las ciudades: su peso económico, su crecimiento demográfico y las oportunidades que generan. Pero para quienes vivimos con las gafas violetas bien puestas, la ciudad no es solo un espacio de posibilidades, sino también de desigualdades y barreras.
Es imposible no preguntarse cómo es la ciudad para nosotras cuando cada día, en cada trayecto y cada decisión, las mujeres que me rodean y yo misma lo vivimos en carne propia. Porque la ciudad no es la misma para todas las personas. No lo es para las mujeres que vivimos en ella, que la recorremos, que la enfrentamos cada día. Nuestra experiencia urbana está marcada por la vulnerabilidad y la adaptación constante.
Pensemos en algo tan cotidiano como nuestros desplazamientos. En su mayoría, los trayectos que realizamos las mujeres están definidos por las tareas de cuidado: llevar a hijas e hijos a la escuela, al médico, al parque, a actividades extracurriculares. Cada una de estas rutas exige planear con anticipación, evaluar riesgos y hacer ajustes. Algo tan básico como elegir qué ropa ponernos en la mañana se convierte en una estrategia de supervivencia: ¿qué tan seguro es el trayecto?, ¿en qué zonas de la ciudad estaremos?, ¿qué tan cargadas vamos?, ¿vamos solas o con personas a nuestro cuidado? Y si vamos acompañadas de menores, adultos mayores o personas con discapacidad, habrá que modificar la ruta para asegurarnos de que existan rampas, cruces seguros o transporte accesible. Las ciudades no han sido diseñadas tomando en consideración estas pequeñas pero importantísimas aristas.
Su infraestructura y servicios públicos afectan de manera diferenciada nuestra vida cotidiana. Pensemos en algo tan esencial como el agua potable. Su acceso confiable sostiene el día a día de cualquier hogar, pero para las mujeres representa, además, una cuestión de dignidad y salud. La gestión de la menstruación depende de ello. También las tareas domésticas, que siguen recayendo mayoritariamente en nosotras. Si el agua escasea o su calidad es deficiente, la carga de trabajo aumenta: hay que buscar alternativas, almacenar cubetas, acudir a una lavandería, reorganizar tiempos y recursos. Otro ejemplo es el alumbrado público. Su presencia –o ausencia– define hasta dónde podemos llegar cuando cae el sol. Imaginemos un día cualquiera entre las 7:00 y las 8:00 de la noche. Técnicamente, aún es temprano, pero la falta de luz en ciertos espacios cambia por completo nuestra percepción del riesgo. Tal vez en la mañana correr por ese parque sea una opción, pero de noche, sin iluminación, preferimos no intentarlo. ¿Por qué? Porque sabemos que la oscuridad nos deja expuestas. En su lugar, optamos por espacios más concurridos y alumbrados, si es que existen.
Las historias que lo confirman sobran. Fanny, una colega en la Cámara de Diputados, aprendió a llevar siempre un cambio de ropa en su bolsa para pasar desapercibida en el transporte público y reducir el riesgo de acoso, especialmente de noche. O Sofí, que a los 14 años fue detenida en la calle por un hombre que, con el pretexto de pedir indicaciones, se estaba masturbando frente a ella. Le tomó un mes hablar de eso. O Isela, que ha aprendido a nunca tomar asiento en los últimos espacios del camión, ni dejar el espacio al lado suyo desocupado, pues hubo quien la tocó sin su consentimiento. Y luego está mi propia historia: mi maestro de inglés me acosó al grado de rozar con su miembro mi brazo cada que pasaba por mi butaca; además me mandaba hojas con escritos lascivos en inglés. Tardé un año en hablarlo. Estas no son anécdotas aisladas ni exageraciones, sino realidades que moldean nuestra forma de movernos por el mundo.
Desde niñas aprendemos a diseñar estrategias de autoprotección: cambiar de ropa, evitar ciertos lugares, calcular cada movimiento para minimizar riesgos. Nosotras no habitamos la ciudad en igualdad de condiciones. La transitamos con cautela, ajustándonos a sus fallas, midiendo sus riesgos, diseñando estrategias para minimizar la exposición. Hasta ahora, coexistimos con la ciudad, pero no convivimos con ella. Convivir significaría que la infraestructura y los servicios estuvieran diseñados con nosotras en mente, que nuestras necesidades fueran reconocidas y atendidas, que pudiéramos movernos con seguridad y libertad.
Desde la Presidencia de la Comisión de Zonas Metropolitanas y como militante feminista por más de 30 años, asumo el compromiso de que estas preocupaciones –que son la realidad de muchas de nosotras– se escuchen y, sobre todo, se traduzcan en acción. Es momento de que las autoridades responsables de la planeación y el desarrollo urbano se pongan también las gafas violetas. Porque la ciudad no puede seguir siendo un derecho negado para la mitad de su población. ¿Y tú? ¿Cuál es tu historia?