La reunión del 28 de febrero entre Donald Trump y Volodymyr Zelensky en la Oficina Oval fue un episodio incómodo que no solo expuso la improvisación de la política exterior estadunidense, sino que también reflejó su pérdida de control sobre la configuración de la política global. Un Trump, visiblemente desesperado, intentaba proyectar seguridad y autoridad, pero su discurso carecía de cualquier atisbo de estrategia mínimamente coherente.
De una campaña en la que aseguró que podría resolver guerra entre Rusia y Ucrania “en 24 horas” si regresaba a la Casa Blanca, pasó a actuar en el tablero geopolítico como si estuviera protagonizando un capítulo más de The Apprentice , el reality show que produjo y condujo durante más de una década, donde aspirantes a empresarios competían en desafíos semanales y eran despedidos con su icónica frase: ” You’re fired “. Sus intervenciones, marcadas por la improvisación y una necesidad constante de imponer a toda costa su imagen de “negociador implacable”, contrastaron con la realidad de un conflicto cuyas raíces y dinámicas parece no alcanzar a entender.
A su lado, su vicepresidente J.D. Vance oscilaba entre corregirlo y reforzar la presión sobre Zelensky, tratando de empujar al líder ucraniano hacia una postura de total doblegamiento en las negociaciones con Rusia. Zelensky, quien tras aguantar el vendaval remontó en popularidad –dentro y fuera de Ucrania–, intentó explicar que no podía aceptar un acuerdo que sacrificara la soberanía de su país. Pero el ambiente en la Sala Oval dejó claro que el respaldo estadunidense a Ucrania no solo no es inquebrantable, sino que es condicional a la sumisión y la entrega de recursos naturales y contratos de reconstrucción.
Durante la administración Biden, Estados Unidos había optado por una estrategia de confrontación abierta con Rusia, enviando a Ucrania enormes paquetes de ayuda militar, económica y en especie, y sancionando agresivamente a Moscú. Sin embargo, lejos de lograr un debilitamiento definitivo de Rusia como esperaban, la invasión se convirtió en un conflicto de desgaste. Ucrania, a pesar del apoyo occidental, no consiguió recuperar los territorios ocupados más allá de victorias menores, como la liberación de Urozhaine en agosto de 2023 en la región de Donetsk. Aquella ofensiva, que se presentó en su momento como un avance significativo, terminó por diluirse en la brutalidad de la guerra de trincheras y la superioridad de la artillería rusa. Se trató del último triunfo para los ucranianos. Ya para febrero de 2025, las tropas ucranianas se encontraban en un franco estancamiento y con una grave escasez de municiones.
Además, la economía rusa, lejos de colapsar, se adaptó a las sanciones y fortaleció su relación con China, India y otros países. La estrategia de Biden y del resto de las administraciones estadounidenses desde la caída de la URSS, que pretendía aislar a Putin, terminó por consolidar una alianza de potencias emergentes que desafían el orden liderado por EE.UU.
Este desenlace es el resultado de una política exterior neoconservadora en EE.UU. que, durante décadas, fue ignorando las advertencias sobre los riesgos de forzar el cerco sobre Rusia. En este sentido, Jeffrey Sachs, economista y analista geopolítico, señala que la guerra en Ucrania no comenzó en 2022 con la invasión rusa, sino con la expansión de la OTAN hacia el Este y la creciente presión del país de las barras y las estrellas sobre Rusia. Desde el colapso de la Unión Soviética, Washington, rompiendo su propia promesa, promovió la entrada de antiguos países del Pacto de Varsovia en la alianza atlántica, ignorando advertencias de que esto sería visto por Moscú como una amenaza existencial. En la década de 1990, figuras como George Kennan, el arquitecto de la política de contención de la Guerra Fría, alertaron que ampliar la OTAN podría llevar a una nueva confrontación. Sin embargo, la expansión continuó.
El punto de quiebre llegó en 2014, cuando el derrocamiento del presidente ucraniano Viktor Yanukóvich —orquestado por Occidente— desató una serie de eventos que culminaron en la anexión de Crimea por parte de Rusia y en la guerra en el Donbás. Se trató del momento en el que Occidente pudo haber buscado un acuerdo diplomático para evitar una escalada, pero en lugar de ello, EE.UU. y la Unión Europea optaron por profundizar su apoyo militar a Ucrania, ignorando las advertencias sobre el riesgo de transformar al país en un campo de batalla indirecto entre potencias.
Más de una década después del golpe de Estado, Washington enfrenta las consecuencias de aquella decisión sin una estrategia clara para salir del embrollo. En un artículo reciente del Financial Times titulado ” The Art of the Peace Deal “, la historiadora Margaret MacMillan advierte que una paz mal gestionada puede allanar el camino para nuevos conflictos en lugar de resolverlos. A lo largo de la historia, las grandes potencias han impuesto acuerdos obviando las complejidades del terreno y provocando a mediano y largo plazo mayor desestabilización en lugar de soluciones duraderas. La estrategia de EE.UU. en Ucrania parece seguir ese mismo patrón: primero apostó por una acción militar, luego prometió un apoyo indefinido sin un plan concreto y, ahora, enfrenta un conflicto enquistado sin una salida clara. La historia nos es familiar. La reunión en la Oficina Oval evidenció a un Zelensky, que llegó a Washington esperando reafirmaciones de apoyo y se encontró con un liderazgo furibundo, ahistórico e incapaz de articular una visión coherente.
Trump, más preocupado por su imagen que por la estabilidad de Ucrania, adopta posturas erráticas que combina con amenazas vagas y con la ilusión de una negociación rápida, al estilo de los manuales de negocios. J.D. Vance, en un intento de imponer una dirección, oscila en cambio entre respaldar la idea de concesiones territoriales en favor de Rusia y sugerir que la futura administración republicana no abandone por completo a Kiev.
Lo que quedó claro en la reunión no fue solo la gravedad del panorama del futuro de Ucrania –y del propio Zelensky–, sino el propio debilitamiento de EE.UU. como actor respetable y determinante en política global. La Casa Blanca, alguna vez el centro de decisiones que definían el rumbo del orden mundial, se mostró decadente, confundida y sin oficio diplomático. Lo ocurrido en Washington denota que el hegemón en declive, batalla para definir su identidad en un mundo donde su dominio es cada vez más cuestionado.