“Cuando rascamos la tierra, no lo hacemos buscando justicia, lo hacemos con la esperanza de encontrar a quienes parimos. Les rogamos piedad”.
Con estas palabras, Ceci Flores, fundadora del Colectivo Madres Buscadoras de Sonora, responde en redes sociales a la frialdad y mezquindad de diversas autoridades. Su mensaje no solo interpela, sino que exige reflexión y empatía.
Nos confronta con la incertidumbre y el desconsuelo de quienes cargan con una herida imposible de cerrar: la ausencia de respuestas. No es un capricho, es una necesidad fundamental: tener a quién llorar, conocer su paradero, recuperar un cuerpo. Es la posibilidad de dignificar la muerte y permitir a las madres transitar un duelo más humano.
La crisis de desapariciones ya no puede ser invisibilizada. Las cifras no pueden seguir maquillándose para simplificar su tratamiento. Los desaparecidos no son meros números en los indicadores de homicidio: son vidas truncadas, familias desgarradas y una deuda histórica que el Estado no puede seguir ignorando.
Las Madres Buscadoras han luchado durante años con perseverancia y determinación, obligando a todos los niveles y poderes de gobierno a asumir su responsabilidad primordial: garantizar una patria segura. Un país donde ninguna madre deba preguntarse si su hijo o hija regresará con vida. Donde las juventudes tengan derecho a trabajar, a moverse y a disfrutar su entorno sin miedo.
El dolor de México se hizo palpable en las manifestaciones de este fin de semana, donde miles tomaron las calles para visibilizar la indignación, la rabia y la desesperación. Si algo ha demostrado este país es su capacidad de solidaridad. La sociedad ha abrazado la lucha de las madres que han cambiado los utensilios del hogar por palas, picos y guantes.
Su dolor ha cimbrado al Estado, y prueba de ello es la respuesta de la presidenta Claudia Sheinbaum: “Para el gobierno de México, atender el problema de las personas desaparecidas y no localizadas es una prioridad nacional”. Un bálsamo insuficiente, pero al menos un reconocimiento de la magnitud y complejidad de un problema que ellas han enfrentado en soledad.
Teuchitlán marcará un antes y un después en la agenda de la crisis de desapariciones. Será recordado como el campo del horror, de la barbarie, del odio. Un reflejo de la violencia estructural, la falta de oportunidades y la desigualdad en la que vivimos. Porque nada surge de la nada: estas atrocidades nacen del abandono, la discriminación, la corrupción y la indiferencia. Tal vez deberíamos preguntarnos qué estamos haciendo desde la educación y la formación, tanto en las escuelas como en los hogares, para erradicar estas prácticas que se han normalizado hasta en la sobremesa.
Desde el Legislativo hay mucho por hacer: nos llegarán cuatro iniciativas que reforman tres leyes generales y el código penal. Con ello se busca la eficacia de los procesos de identificación, agilizar las investigaciones en casos de desaparición forzada, fortalecer la coordinación entre instituciones de seguridad y garantizar que el Estado actúe de manera inmediata y eficiente ante cada caso.
Este problema nos involucra a todas y todos. No es una lucha ajena ni un asunto lejano: es una realidad que exige nuestra atención, nuestra voz y nuestra acción. Es momento de cerrar filas con los colectivos, la academia, la comunidad internacional y los distintos órdenes de gobierno para construir una estrategia clara y efectiva.
La historia no la escriben solo los gobiernos; la escribimos todos. Hoy más que nunca, necesitamos ser parte de ella. No podemos seguir esperando. Es momento de actuar. Es momento de resolver.