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Arturo Garibay
Arturo Garibay

“Grand Tour” es Cine con “c” mayúscula

17 abril 2025
|
05:00
Actualizada
22:22

 

El año pasado, el cineasta portugués Miguel Gomes se alzó con el premio a la Mejor Dirección en el Festival de Cannes gracias a Grand Tour , un drama histórico —y también filme de aventuras— bellamente filmado en celuloide. El relato es una odisea transcontinental por distintos puntos de Asia, mezclando imágenes del presente rodadas en locación con escenas de época que se grabaron en estudio en Italia.

Seleccionada por Portugal como su representante rumbo al Óscar (aunque no lograron la nominación), Grand Tour se erige así como un wanderlust fílmico e hipnótico para cinéfilos recalcitrantes, para los más irredentos amantes del cine de arte.

El magnífico —pero también confrontativo, retador— opus de Gomes está estructurado como una suerte de díptico cinematográfico: en la primera mitad conoceremos a Edward, un hombre que decide abandonar a su prometida —Molly— justo cuando están por casarse. Es así que inicia un viaje de ¿autodescubrimiento? ¿De cobardía? ¿De aflicción indefinible?

En la segunda mitad veremos un cambio de punto de vista y descubriremos que Molly ha decidido rastrear a su amado, convencida de que la boda sigue en pie. Ella cree que va pisándole los talones, pero en algún punto tendrá que decidir si sigue la ruta del hombre que la dejó o si toma su propio camino. ¿Qué es más importante: que una promesa se cumpla o que un nuevo deseo se concrete?

Es interesante la manera en que ambas líneas argumentales se relacionan. Para mí, el filme crece y adquiere su significado a partir de que el relato de Molly entra en juego. En el arco de Edward nos encontramos con una pieza “imprecisa”, siguiendo a un hombre que parece emocionalmente constipado o, al menos, consumido por sentimientos erráticos que le llevan al autoexilio. En este punto, es natural que el espectador sienta que la película no va a ninguna parte, incluso si uno está intrigado por lo que ve.

Pero cuando Molly aparece, todo cobra sentido. El trayecto de la chica es el de la convicción, el del plan irrompible. Es ella, en su búsqueda, la que da sentido y corpulencia al trayecto de Edward. Entonces todo cobra sentido: la complejidad de Edward y la simpleza cándida de Molly bordan el flujo de la historia (y de la Historia, con “hache” mayúscula, como recurso de Gomes para crear un telón de fondo anacrónico).

De contextura isotópica —pues repasamos un “mismo” trayecto con ambos personajes—, Grand Tour es intrigante, confusa (en el mejor de los sentidos) y arriesgada. La relación entre el tiempo narrativo y los espacios fílmicos es tan caprichosa como rica.

Como nota para el cinéfilo incorregible, yo no podía dejar de pensar en la Sans Soleil de Chris Marker mientras veía la película: hay mucho del puzle audiovisual de aquel clásico de 1983, donde comulgan las imágenes de carácter documental con las de ficción.

En fin, si te gusta imponerte retos audiovisuales y experimentar del cine más allá de las convenciones comerciales, Grand Tour es exquisita, experimental, poética y autoral. Y, además, una colección de postales para hechizar las pupilas.

Prepárate para experimentar una desconcertante aventura de desplazamiento donde el drama introspectivo y la comedia romántica iban a casarse… ¿lo harán?

*Las opiniones y contenidos en este texto son responsabilidad total del autor y no de este medio de comunicación.
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