El 22 de abril de 1992, Guadalajara experimentó una de las tragedias más devastadoras en la historia de México. La explosión de un ducto en el Sector Reforma dejó muerte y personas heridas que aún sufren sus secuelas. Este evento no solo marcó un hito en el recuerdo colectivo de la ciudad, sino que también evidencia importantes cuestiones sobre la responsabilidad del Estado y la protección de los derechos humanos.
Desde cualquier ángulo, esta tragedia trajo dolor y una nueva visión político-social, en la que destaca un problema profundo: la vulnerabilidad de las comunidades frente a la negligencia gubernamental y la falta de responsabilidad de las grandes corporaciones.
La cultura de derechos humanos nos ha enseñado que, como sociedades, debemos contar con todo tipo de mecanismos para prevenir accidentes como este, que resguarden no sólo el derecho a la vida, sino también a la seguridad, la salud y la dignidad, entre otros; y cuando ocurren, el derecho de las víctimas debe ser esencial para reintegrar en lo posible a las personas en su dignidad. Es fundamental reconocer que el deber del Gobierno es proteger a su población, un principio sancionado por diversos tratados internacionales de derechos humanos ratificados por nuestro país.
A lo largo de los años, diversos organismos han señalado que la seguridad industrial, la infraestructura deficiente y la falta de regulación adecuada fueron factores que contribuyeron a la catástrofe. Las explosiones ocurridas en esa fecha en Guadalajara vinieron a hacer evidente la importancia de un enfoque de derechos humanos en la política industrial y ambiental.
En el contexto histórico, esta fecha es imborrable y deja muchas lecciones no sólo a Guadalajara, sino a todo el Estado y el país, en relación con la política pública actual. La creación de protocolos más específicos y un enfoque en la prevención de desastres es prioritario para salvaguardar los derechos humanos de todas las personas. También es importante que los mecanismos de rendición de cuentas se fortalezcan aún más para garantizar que sucesos como estos no se repitan.
Hoy, a treinta y tres años de este suceso, el legado de las explosiones debe servir como un llamado a la acción y a la prevención. El respeto a los derechos humanos debe ser la base de cualquier política pública. Las comunidades tienen el derecho a vivir en un entorno seguro, lejos de la amenaza de desastres provocados por la negligencia.
El recuerdo de esta fecha en Guadalajara debe transformarse en un llamado a una mayor protección de los derechos humanos, donde la seguridad de la ciudadanía sea la prioridad sobre el interés económico. Esta es una responsabilidad colectiva que no puede ser ignorada.