Desde sus orígenes, el título de Vescovo di Roma (Obispo de Roma) ha constituido el núcleo mismo de la autoridad papal. No se trata de una fórmula ceremonial ni de un título secundario: la condición de Papa depende, esencialmente, de la sede romana. Esta primacía se consolidó históricamente tanto por su peso espiritual —al estar vinculada a la memoria de Pedro y Pablo, mártires en la capital del Imperio— como por la centralidad política de Roma en el mundo antiguo.
Con el tiempo, los papas no solo guiaron espiritualmente a la cristiandad: gobernaron los Estados Pontificios, firmaron tratados, lideraron ejércitos y rivalizaron con monarcas por el control del orden político, como en la Querella de las Investiduras en el siglo XI, conflicto que enfrentó al Papa Gregorio VII y al emperador Enrique IV del Sacro Imperio Romano Germánico en torno a la prerrogativa del nombramiento de obispos. Recordemos que lejos de ser figuras exclusivamente religiosas, los obispos ejercían funciones propias de señores feudales: gobernaban tierras, recaudaban tributos y mantenían milicias. Su investidura no solo determinaba la vida espiritual de sus diócesis, sino también la configuración del poder territorial. Esta disputa culminó en la célebre penitencia de Enrique IV en Canossa, un gesto que selló —por siglos— la primacía eclesiástica sobre el poder secular.
Incluso tras la unificación italiana en 1870, que supuso la pérdida del poder territorial del papado, la Santa Sede logró preservar una notable influencia moral y diplomática, que fue formalizada posteriormente en el Tratado de Letrán de 1929, al reconocer la soberanía del Estado Vaticano y restituir su estatus como actor internacional.
El fallecimiento de Francisco en abril de 2025 invita a releer esta herencia histórica a la luz de su estilo particular. Desde su elección en 2013, Francisco optó por enfatizar su identidad como Vescovo di Roma , distanciándose de imágenes de poder monárquico y acercándose a una idea de servicio pastoral, especialmente hacia los márgenes de la sociedad global. Esta orientación se manifestó, por ejemplo, de forma clara en su postura frente al conflicto en Gaza. En 2024, Francisco respaldó la necesidad de una investigación internacional para esclarecer si las acciones del gobierno israelí podrían constituir un genocidio.
Aunque no se refirió explícitamente al informe presentado ese mismo año por Francesca Albanese, relatora especial de la ONU, su declaración coincidió con el diagnóstico central de dicho documento, que describía las acciones israelíes en Gaza como un “genocidio en desarrollo”. A diferencia de abordajes diplomáticos timoratos, Francisco no evitó el uso del término genocidio, subrayando la gravedad de la situación con una claridad poco habitual en el lenguaje de la diplomacia vaticana.
Esta posición se expresó no solo en palabras, sino también en gestos cuidadosamente elegidos por el Vaticano. Durante la Navidad de 2024, la tradicional escenografía de la Natividad incorporó elementos cargados de simbolismo: el pesebre fue confeccionado con madera de olivos centenarios de Belén —árboles frecuentemente destruidos por la expansión de asentamientos de colonos israelíes— y el Niño Jesús fue cubierto con una kefiya palestina, emblema histórico de resistencia. No se trató de un gesto ingenuo; fue un mensaje político envuelto en el mensaje de solidaridad inherente a la tradición navideña.
Ese lenguaje simbólico, sostenido en el tiempo, remite a una coherencia más amplia en la actuación pública del pontífice. Ya en su visita a Tierra Santa en 2014, Francisco corrigió públicamente al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, quien afirmó en aquel momento que Jesús hablaba hebreo; entonces, el Papa puntualizó que su lengua materna fue el arameo. Dicha distinción no fue menor: mientras el hebreo era una lengua litúrgica asociada a la élite sacerdotal, el arameo era la lengua cotidiana de las clases populares en Judea bajo dominación romana. Con esa afirmación, Francisco situó a Jesús históricamente no solo en cuanto a su origen humilde y alejado de la casta dominante, sino en el marco de un pueblo sometido a dominación imperial. En ese gesto, se cifró una afirmación política importante: una memoria política centrada en la memoria de un pueblo oprimido.
La preocupación de Francisco por los desplazados y marginados fue recurrente. Desde su primer viaje como Papa a Lampedusa en 2013 y hasta sus últimos mensajes, denunció lo que llamaba la “globalización de la indiferencia”. Francisco insistió repetidamente en que la fe cristiana no puede limitarse a un ámbito privado de consuelo, sino que debe traducirse en una acción pública a favor de los más vulnerados.
En la encíclica Fratelli tutti de 2020, condenó los nacionalismos excluyentes, la xenofobia y nuevamente la indiferencia global: “cada migrante es una persona humana con derechos inalienables que deben ser respetados por todos y en todas circunstancias” (FT, 38). También, afirmó “la verdadera caridad es capaz de integrar a todos” (FT, 94).
Hoy, con aproximadamente mil 406 millones de católicos en el mundo, el legado de Francisco, Vescovo di Roma , interpela tanto a una Iglesia, a su futuro sucesor y al conjunto de los fieles y les confronta al dilema ético de este tiempo: ante la multiplicación del sufrimiento y el abuso, resistir la tentación de la indiferencia y la neutralidad ante los principales debates sociales y políticos de nuestra época.