El mundo ha perdido a una de sus voces más luminosas. Una voz que no alzó el volumen para imponer, sino que susurró firmeza con ternura. Que habló desde el corazón. Se nos ha ido un hombre cuya coherencia era tan inspiradora. Un humanista que caminó entre nosotros sin prisas, que nos habló de compasión en tiempos de cinismo, y que con cada gesto nos invitaba a vivir con más dignidad, más empatía, más justicia.
Fue un guía del alma. Uno que se atrevió a incomodar al poder, incluso al de su propia Iglesia, a cuestionar los privilegios, a romper los silencios incómodos. Uno que entendió que Dios no habita en los templos de mármol sino en el abrazo al migrante, en el pan compartido con el hambriento, en la escucha atenta a quien ya nadie quiere oír, en ver lo invisible.
Nos deja un vacío inmenso, porque él no sólo representó a la Iglesia: la transformó. Abrió de par en par las puertas del Vaticano a los últimos, a los invisibles, a los que el mundo ha dejado rezagados. Dijo, con su presencia misma, que la fe no puede ser una frontera sino un puente. Que la religión, si no es sinónimo de amor y de justicia, es apenas un ritual sin alma.
Hoy lloramos la pérdida de una presencia profundamente humana. Un hombre que se atrevió a vivir el Evangelio con valentía.
Jorge Bergoglio no fue solo el primer Papa latinoamericano. Fue un sacerdote callejero como él mismo se describía. Su papado estuvo lleno de humanidad, de crítica con amor. Nos mostró que la Iglesia puede ser un espacio de inclusión; alzó la voz por las mujeres, por la comunidad LGBT, por quienes han sufrido el silencio de las instituciones frente al abuso, puso el dedo en la llaga donde otros prefirieron callar.
Lloramos la pérdida de una brújula ética, de un referente moral que nos obligaba a mirar al otro con compasión, no con sospecha; con ternura, no con juicio. Su partida nos deja preguntas abiertas: ¿Cómo seguir su ejemplo? ¿Cómo lograr que su valentía inspire a los nuevos liderazgos?
En quince días, el cónclave se reunirá. Tendrán en sus manos mucho más que la elección de un sucesor: tienen la responsabilidad de no dejar morir esa llama. La Iglesia Católica, con más de 1,400 millones de creyentes en el mundo, no puede darse el lujo de retroceder a los miedos del pasado. Debe ser ese espacio de encuentro, de reconocer la igualdad en la diferencia, de escucha, donde nadie se sienta fuera de lugar por amar diferente, por disentir de la norma.
Este no es sólo un momento para el duelo. Es un llamado urgente a reflexionar. A recordarnos que, en medio de un mundo cada vez más pragmático, más polarizado, más acelerado, aún hay lugar para la bondad radical, para la misericordia revolucionaria, para la esperanza con los pies en la tierra.
Hoy más que nunca, necesitamos voces que abracen sin condiciones. Que incluyan, no que excluyan. No más una Iglesia que rechace a sus hijos por elegir a quien amar, no más una Iglesia que excluya a las mujeres del sacerdocio. Ojalá sepamos continuar el legado de Francisco, esa sería la mejor manera de honrarle.