Hay decisiones que uno no toma de la noche a la mañana. No responden a un impulso, ni a la búsqueda de protagonismo, sino a la convicción profunda de que es posible —y necesario— contribuir desde dentro al fortalecimiento de las instituciones.
Hace unos meses decidí participar en el proceso inédito de elección de jueces, magistrados y ministros del Poder Judicial de la Federación. Lo hice con plena conciencia del momento que vivimos y de la responsabilidad que implica aspirar a convertirse en persona juzgadora. Siempre he creído que ocupar un cargo para el cual no se está preparado es uno de los actos más deshonestos del servicio público. Por eso, y tras una reflexión profunda, tomé esta decisión: porque estoy convencido de que cumplo con creces el perfil idóneo para el cargo.
Cuento con una formación académica sólida: soy Doctor en Estado de Derecho y Gobernanza Global por la Universidad de Salamanca —una de las más reconocidas de Europa—, y cursé tres maestrías, además de la licenciatura en Derecho en la Universidad de Guadalajara. Pero más allá de los títulos, mi trayectoria ha estado marcada por el compromiso con el mérito, la preparación y la vocación de servicio.
Siempre he sostenido que los cargos públicos deben ocuparse por capacidad, no por cercanías políticas ni redes de favores. Esa convicción la he plasmado durante años en libros, ensayos y artículos, defendiendo una administración pública profesional, una justicia imparcial, y un servicio basado en la cultura del esfuerzo.
Mi vida profesional ha transitado por distintos frentes: el servicio público, la academia y el trabajo ciudadano. He formado a cientos de estudiantes en derecho y políticas públicas, convencido de que enseñar no es solo transmitir conocimiento, sino inspirar principios que fortalezcan el Estado de Derecho y el compromiso ético con la sociedad.
Sé que el contexto actual está lleno de tensiones. Entiendo que este nuevo modelo de elección ha generado resistencias. Pero también creo que los momentos de cambio exigen perfiles éticos, preparados y con visión de justicia. Porque la justicia no debe ser un espacio cerrado, sino uno que escuche, que rinda cuentas y que se acerque a la ciudadanía.
Participar en este proceso ha sido, en sí mismo, un acto de responsabilidad. Y también, un acto de fe: fe en que se puede competir con dignidad, proponer con argumentos y aspirar con fundamento. No se trata de ocupar un cargo; se trata de honrarlo .
Sé que no es común ver a un académico, a un profesor de Derecho, salir del aula para pedir el voto. Pero este momento exige romper inercias, salir del escritorio, hablarle a la gente y decir: aquí estoy, me he preparado para esto, y quiero servir desde la justicia .
No compito por ambición personal. Lo hago porque creo que este país merece jueces preparados, humanos y comprometidos con la verdad. Porque he visto —en mis alumnos, en mis colegas, en la ciudadanía— esperanza, pero también hartazgo. Y porque creo que es posible ejercer la función judicial con ética, sensibilidad social y profundo respeto al Estado de Derecho.
Si hoy estoy en esta contienda, es para demostrar que el mérito sí puede competir. Que no todo está perdido. Y que, a veces, una decisión personal también puede ser un acto colectivo de coherencia y de dignidad.