Antes de que existieran Oxford o Harvard, ya florecían centros del conocimiento como Al-Qarawiyyin en Fez o Al-Azhar en El Cairo, donde se debatía filosofía, ciencia, medicina, política y derecho. Las universidades nacieron como espacios para pensar. Y por eso, cada vez que un régimen busca consolidarse por la vía autoritaria, la universidad suele ser uno de sus primeros blancos.
La historia no escasea en ejemplos. Las protestas del 68 —en París, México, Berkeley o Praga— demostraron que los estudiantes eran jóvenes altametne politizados que se organizaron contra la guerra de Vietnam, contra varias de las dictaduras de la época, contra el patriarcado y contra el racismo. Los campus se volvieron espacios de insubordinación y en el imaginario reaccionario el estudiante quedó fijado como una amenaza pontencial.
La Orden Ejecutiva 14188, firmada por Donald Trump en días recientes, se inscribe en esa tradición de sospecha. Obliga a las universidades a reportar actividades de estudiantes y personal extranjero bajo el argumento de combatir el antisemitismo. Pero en realidad llega justo después de álgidos meses de protestas universitarias contra el genocidio en Gaza, que como vimos derivaron en desalojos, arrestos masivos y represión. El pretexto y los mecanismos no son nuevos: equiparar el activismo con radicalización, contener al joven crítico, criminalizar al extranjero, “custodiar” nuestros castos oídos de las ideas de la universidad.
No es la única medida. Se revocaron los permisos de la Universidad de Harvard para aceptar estudiantes internacionales —más de seis mil 800 afectados— y se congelaron entrevistas para visas estudiantiles en consulados y embajadas de EE.UU. en todo el mundo. El mensaje es claro: la universidad debe convertirse en filtro ideológico, una suerte de panóptico con el gobierno de los EE.UU. mirando en cada cubículo.
Lo más paradójico de este giro es que en realidad socava una de las herramientas más sofisticadas del poder estadunidense: su capacidad para atraer, formar y luego adueñarse del talento global. Tomemos como ejemplo el Programa Fulbright, creado en 1946 por el senador demócrata J. William Fulbright. Se trata de una de las apuestas más ambiciosas de la diplomacia cultural estadunidense. Concebido tras la Segunda Guerra Mundial permitió el intercambio de estudiantes, investigadores y profesores en un gesto de inteligencia geopolítica. Hasta hoy, dicho programa ha sido una fuente clave de prestigio para las universidades estadunidenses, y una forma silenciosa —pero altamente efectiva— de extender su influencia global. Ha sido una política de poder blando basada en la convicción de Fulbright de que quien educa al mundo, lo lidera. Cada persona vista como una inversión estratégica: formar cuadros globales bajo el ala de las universidades estadunidenses.
Hoy, al cerrar sus puertas a estudiantes extranjeros y al exigir control ideológico en las aulas, EE.UU. corre el riesgo de aislarse intelectualmente, peligra también su poder simbólico. El establishment intervencionista que durante décadas diseñó estrategias para moldear élites extranjeras debe estar alarmado. Porque lo que se erosiona no es una política educativa, sino una pieza clave de la arquitectura global estadunidense. Y lo que deja en su lugar es una mezcla de paranoia y arrogancia: una fórmula perfecta para deslizarse hacia una forma de irrelevancia geopolítica.
En fin. Visto desde otras latitudes, tal vez no sean tan malas noticias. Quizás haya que agradecer, aunque sea con cautela, que Trump rara vez entiende la profundidad de lo que desmantela. En su cruzada por “recuperar” el Estados Unidos de su imaginario, puede que esté entregando, sin dimensionarlo, una oportunidad histórica para que el dominio epistémico norteamericano, empiece a pluralizarse.