Nos gustan las historias del fin del mundo. Año tras año repensamos los escenarios de la catástrofe definitiva. Y este 2025 no ha sido la excepción, pues para antes de que termine la primera mitad del año, al menos en tres ocasiones habremos vivido el postapocalipsis; ya lo hicimos en El Eternauta y la segunda temporada de The Last of Us , y volveremos a hacerlo a finales de junio en la película 28 años después , de Danny Boyle.
Si revisitamos el fin de la civilización desde la ficción, no es porque seamos catastrofistas (bueno, un poco sí somos) o porque tengamos fijaciones bíblicas (bueno, en las culturas judeocristianas, sí). Es porque la ficción es un recurso “seguro” para explorar nuestras preocupaciones. Es, también, un síntoma (no la enfermedad) de la era que nos ha tocado vivir: si nos hemos obsesionado con los cataclismos es porque hemos acumulado desesperanza y queremos comprender qué nos ha traído a este punto. Cuando las ficciones en cuestión son buenas, su impronta no es sólo de derrota o congoja, sino una invitación a la reflexión catártica.
La ficción apocalíptica en el cine y la televisión nos sirve para reconciliarnos con la esperanza, para revisar los claroscuros del comportamiento humano y lo que hemos sembrado en nuestra cultura.
En este último aspecto encontramos, por ejemplo, temas como los privilegios del individuo por encima del provecho colectivo, algo que se revisa tanto en
El Eternauta como en The Last of Us . Cuando los personajes piensan en sí mismos (algo muy predicado por los gurús de las redes sociales: “sólo importas tú”), todo empieza a irse al garete: no es sino hasta que los personajes empiezan a mirar al otro —a la otredad— y a pensar en quienes les rodean que las cosas parecen enmendarse y que, de paso, encuentran la plenitud para sí mismos. En ambas series, también, el rescate de la idea de comunidad ayuda a crear espacios donde se puede vivir seguro después de la hecatombe. Donde puedes ser “uno” y ser “con otros” al mismo tiempo. Quien va solo se la pasa tirando volados.
Las narrativas del fin de los tiempos también nos invitan a sumergirnos en las ansiedades del aquí y el ahora. Están ambientadas en entornos distópicos, pero dialogan con los temas de nuestro cotidiano: las pandemias, las invasiones militares, los genocidios, la ascensión del neoconservadurismo y otras radicalidades sociopolíticas, la extinción del género humano y su cultura, la opresión, el cambio climático y el desprecio a la agenda medioambiental, la ausencia y/o [híper]presencia de la tecnología. Y mucho más. Las historias pasaron de enfocarse en la ansiedad nuclear (como las que veían los papás y abuelos) para ambientarse en los horrores de nuestros tiempos.
Las historias apocalípticas y postapocalípticas son un entretenimiento muy consumido, altamente popular, es cierto. Pero pueden, si lo permitimos, no ser un entretenimiento vacío. Pueden decirnos mucho si vemos más allá del espectáculo y abrazamos su propósito cultural: hacernos preguntas y conversar nuestras respuestas.