Columna invitada: Hugo Saúl Ramírez Ochoa
Maestro en Derecho por la Escuela Judicial del Supremo Tribunal de Justicia del Estado de Jalisco.
Autor del libro “Otero antes de Otero” publicado por el Gobierno del Estado de Jalisco.
El óbito, es la mayor de las posibilidades, es el suceso que está latente en cada momento de un ser humano, según nos dice Heidegger en su obra “ Ser y tiempo “. A cada paso que damos, en cada rincón del hogar nos acecha. No es posible determinar la hora exacta en que éste nos alcanzará, pero sí existió una persona que lo pudo conocer y en sus últimas horas materializó su última voluntad. Sí, nos referimos al gran Mariano Otero.
Este 1 de junio se cumple un año más del fallecimiento del genio Mariano Otero, a quien debemos por lo menos recordar, y ya no solo por su enorme aportación a nuestro sistema jurídico con el juicio de amparo , sino también como el insigne legislador y político, quien iluminó con su razón el oscurantismo que agitaba la naciente nación mexicana. Basta con recordar las palabras que elocuentemente utilizó su gran amigo Guillermo Prieto, en su obra “ Memorias de mis tiempos ”, donde podemos señalar como ejemplo de la lucidez de Mariano Otero, lo siguiente;
Su discurso fue como el desplegarse, tenues primero; después poderosas; al último sublimes ráfagas de una aurora boreal que inunda en oro y púrpura el horizonte… aquella voz como corriente cristalina murmuraba, se precipitaba o rugía como un torrente, como luz rielaba en una superficie de diamantes o tendía sobre su nube negra los colores del iris del horizonte, desaparecía entre los esplendores divinos del espíritu.
La galería se convirtió en una reunión de estatuas. Los diputados abandonaban sin hacer ruido sus asientos y venían a rodear al orador suspensos de sus labios .
Aquellas palabras dejaban al pasar algo de luminoso y perfumado; parecía que anonadada la carne, asistíamos a un gran festín de inteligencias.
¿Como olvidar estas palabras? Ahora sólo podemos imaginar la atmósfera que rodeaba la cámara de diputados. Tanto los liberales como conservadores, según palabras de Guillermo Prieto, estaban atónitos y atentos a lo expuesto por la voz y formidable elocuencia del genio Mariano Otero.
Y como una estrella fugaz que ilumina por un momento el cielo nocturno, la vida de Mariano Otero sucumbió ante el cólera, enfermedad mortal en el siglo XIX, apagándose su vida el primero de junio de 1850 en la Ciudad de México.
Retomo de nuevo las palabras escritas por Guillermo Prieto, en ” Memorias de mis tiempos “, donde relata con honda melancolía el desenlace vital de uno de los espíritus más lúcidos del México decimonónico. La tarde del 31 de mayo, al regresar del Senado, Mariano Otero comenzó a experimentar los primeros síntomas del cólera. Consciente de la gravedad del mal que lo aquejaba, solicitó de inmediato la presencia del sacerdote. La noticia de su enfermedad se propagó rápidamente y no tardaron en llegar sus amigos más cercanos, deseosos de brindarle compañía en sus últimas horas. La agonía fue breve pero intensa: en las primeras horas del 1 de junio de 1850, Otero expiró serenamente, rodeado de afecto y respeto.
También consciente de su partida al otro mundo, Mariano Otero solicitó la presencia del notario Ramón de la Cueva, según se desprende del Archivo Histórico Digital de Notarías del Centro de Estudios Históricos, correspondiente al acta 38008, del año de 1850, que consta de ocho páginas, bajo folio 581, donde consta que el “el testador murió el primero de junio a consecuencia de un violento ataque de la epidemia de Cólera Morbus ”.
Otero, como solo él pudo hacerlo, con las últimas palabras que brotaban de su adolorido cuerpo, y con una voz que se cortaba por el dolor que lo abrumaba en esos momentos, lúcido como siempre, y teniendo conocimiento de que no le quedaba más tiempo, instruyó en dejar como tutores de sus párvulos a renombrados mexicanos, pero sobre todo a grandes amigos como Juan Ceballos, Eulalio Ortega, Melchor Ocampo, Ignacio Comonfort, y como albaceas a Mariano Yáñez, Ignacio Cumplido, Mariano Rivapalacio, Bernardo Flores, Manuel Pedraza, dejando instrucciones para después de su muerte, protegiendo lo más valioso para él, a sus hijos y su amada esposa Andreita o “mi chatita”, como muy tiernamente le decía.
Su cuerpo fue inhumado al día siguiente, el 2 de junio, a las 9:00 de la mañana, en el cementerio de San Fernando, recinto reservado para los hombres ilustres de la República. El Siglo Diez y Nueve , diario de la época, dedicó una nota conmovedora a su deceso, resaltando el profundo vacío que dejaba entre sus colegas, amigos y compatriotas. Para todos ellos, la muerte de Otero significaba una pérdida irreparable, no solo por su noble carácter, sino por los servicios invaluables que había prestado a la Nación en el curso de su breve pero ejemplar trayectoria política, sin imaginar lo que representaba para su esposa e hijos, quienes quedaron protegidos los segundos con los tutores designados por Otero.