A lo largo de la historia, el deseo de mantenerse en el poder ha sido una tentación recurrente entre líderes de todo tipo, sin importar su ideología, época o lugar en el mundo. La democracia, concebida entre otras cuestiones, fue justamente para evitar que el poder se concentre y se eternice, no ha logrado extinguir del todo ese impulso autoritario que insiste en reaparecer. Cambian los disfraces, pero el guion es el mismo: callar las voces incómodas, inventar enemigos y reducir el complejo arte de gobernar a una sola consigna: controlar.
Cuando quien gobierna sólo conoce el guante de hierro, comienza a tratar todo como si fuera un clavo. La disidencia se vuelve amenaza, la crítica se transforma en traición y la diferencia se percibe como una falla que debe corregirse a golpes. Este modo de ejercer el poder no solo corrompe las instituciones; rompe el tejido social y degrada la convivencia democrática.
Aunque hoy la democracia se defiende como el modelo político más legítimo, para Aristóteles no era tan clara su superioridad moral. En su obra Política, advertía que cuando el gobierno de muchos se desvía hacia la satisfacción de intereses particulares o mayoritarios, pierde su legitimidad. Lo que lo preocupaba no era cuántos mandaban, sino para qué lo hacían.
Esa advertencia es especialmente pertinente hoy, cuando gobiernos elegidos por vías democráticas terminan adoptando formas de gobierno que rozan o caen de lleno en el autoritarismo, amparándose en la legalidad. Votar no es suficiente: lo fundamental es cómo se ejerce el poder una vez que se obtiene.
Uno de los síntomas más evidentes del deterioro democrático es la alergia a la crítica. En una república sana, el disenso es parte del oxígeno institucional; en un régimen autoritario, se convierte en veneno. Así, se elimina el debate, se descalifica a la prensa, se persigue al opositor, y se castiga al que piensa diferente. La crítica deja de ser herramienta de mejora y se convierte en enemigo a vencer.
El poder que se aísla, que no escucha ni permite ser cuestionado, no solo se aleja de la gente; se vuelve incapaz de corregir el rumbo.
Otra estrategia conocida del autoritarismo es fabricar enemigos a conveniencia. A veces son externos, otras veces internos. Da igual: lo importante es tener a quién culpar por las fallas del gobierno. El enemigo no tiene que ser real, solo tiene que ser útil. El relato de la conspiración permanente reemplaza la rendición de cuentas. El gobernante se presenta como una víctima acosada por fuerzas oscuras, cuando en realidad es su mala gestión la que genera el problema.
Gobernar exige algo más que fuerza: requiere diálogo, inteligencia emocional, estrategia, apertura y visión de largo plazo. Pero cuando se gobierna con rigidez, como quien solo tiene un guante de hierro, no hay espacio para nada que no sea obediencia.
El resultado es el estancamiento. Imperios que se hunden en su propia cerrazón, repúblicas que se convierten en simulacros, democracias que sobreviven en las formas pero se vacían de contenido. El poder sin contrapesos no evoluciona: se oxida.
La historia ha sido implacable con los que se aferran al poder. Puede que logren prolongarlo por un tiempo, pero el desgaste termina por alcanzarlos. Pinochet, tras años de dictadura, tuvo que ceder ante un plebiscito que marcó su caída. En Europa del Este, los regímenes comunistas colapsaron uno tras otro, rebasados por el hartazgo ciudadano. La represión alarga la agonía, pero nunca cambia el desenlace.
Gobernar desde el miedo o el engaño puede sostener una apariencia de estabilidad, pero no construye legitimidad. Y sin legitimidad, todo termina por quebrarse.