Sin despedirse de ella, un día se fue la tranquilidad. Un día todo comenzó a cambiar. Sin despedirse de ella, el empleo se fue. Sin despedirse, asimismo, se apartó el recurso para subsistir. Las milpas ya no fueron regadas.
Igualmente, sin despedirse se fue su derecho a no migrar. Se fueron las posibilidades de construir su futuro sobre la tierra rojiza que la vio nacer en Los Altos de Jalisco. Sin despedirse huyeron las oportunidades y arribó la desolación de la violencia y el maridaje de autoridades y criminales.
Incluso, sin despedirse comenzaron a peregrinar más vecinos que los que habitaban la comunidad. Para no creer: se fueron hasta los que no habían nacido como si hubiesen sentido el rechazo del terreno donde pensaban aflorar.
Ella, ni siquiera se dio cuenta de la “no despedida” que estaba habitando. No escuchaba el griterío repleto de ausencias y dolor, ni las voces tenues que apagaban su sonido al paso de los años. No se percató del desamparo de los surcos, otrora regados por los canaleros que se pelaron al sur de California junto con los piscadores.
Más que llegadas al pueblo, eran escabullidas silenciosas y peligrosas con miradas dispersas y una pesada carga repleta de pretérito, vaciada de futuro y con un presente desdibujado.
Sin despedirse, además, se largaron todos quienes cotidianamente se sentaban en torno a la mesa a susurrar por los destierros culinarios, que solo producían el yermo de las miradas. Al correr de los años, en ese pueblo se olvidaron de curiosear, simplemente porque lo husmeable dejó de existir. No había ojeadas, no tenían nada que observar. Hasta el chisme y el rumor corrieron.
Sin despedirse, partieron los estudiantes vaciando los salones escolares, acallando los inquietos patios antiguamente repletos de recreo; las bancas del templo se desnudaron de feligreses y la clínica no volvió a recibir pacientes porque ya no había quien enfermara. A falta de marchantes, las mercancías tomaron rumbo a las poblaciones vecinas.
Sin despedirse, todos se fueron despaciosamente. Se quedaron sin autoridades, ya no había a quién gobernar, si es que alguna vez lo hicieron. Los sermones del templo dejaron de escucharse. Las remesas pararon su arribo. Incluso el viento dejó de soplar sabedor de que no había a quien rozarle el rostro.
Sin despedirse, solo comenzaron a dirigir sus pasos para alcanzar a los “norteños”, esos que se fueron antes de que los envolviera el desamparo.
Sin despedirse, un día se alejó el pueblo de su terruño, de sí mismo. Un día no hubo nada que lo mantuviera atado a donde nació. Ese día nadie tocó las campanas, porque no existía nadie que las escuchara. Sin despediré, el ganado se alejó en busca de unas manos que lo alimentara.
Sin despedirse, se fueron los sueños de construir una comunidad al pie del cerro y con ellos muchas manos escurridizas se apresuraron a levantar la economía del país vecino.
Sin despedirse, así como sin nada, comenzaron a migrar para volver a empezar.