En México, parecería que ocupar un cargo público es más resultado de lealtades políticas, amistades oportunas o cuotas partidistas, que de conocimientos, experiencia o capacidad técnica. A pesar de décadas de discurso sobre profesionalización, seguimos inmersos en una cultura institucional donde el mérito es visto como estorbo y no como principio rector del servicio público.
No es casual que muchas dependencias estén encabezadas por personas sin formación pertinente o adecuada, sin trayectoria en el sector o, peor aún, sin la mínima ética para ocupar la función. Se repite una y otra vez el mismo patrón: quienes debieran velar por el interés público, en realidad responden a intereses de grupo, personales o partidistas. Se trata de una colonización de lo público que anula la posibilidad de contar con instituciones eficaces, imparciales y al servicio de la ciudadanía.
La simulación en procesos de selección es otro síntoma grave. Concursos que ya tienen nombre y apellido desde el inicio. Convocatorias diseñadas para excluir, no para identificar talento. Y en el fondo, una profunda desconfianza institucional hacia el conocimiento especializado, como si la lealtad política fuera el único requisito para gobernar.
Profesionalizar no es llenar los puestos con doctores y académicos: es garantizar que quienes ingresen al servicio público tengan las competencias necesarias, estén sujetos a evaluación, formación continua y, sobre todo, a un sistema que premie el buen desempeño y sancione el abuso o la ineptitud. Es asegurar que las instituciones cuenten con memoria técnica, capacidad operativa y visión de largo plazo. Nada de eso es posible si cada administración borra de tajo lo anterior y vuelve a empezar desde cero con su gente.
La verdadera transformación institucional no pasa por discursos ni por promesas de austeridad. Pasa por asumir que lo público debe estar en manos de los mejores perfiles, no de los más cercanos. El mérito no es una utopía tecnocrática, es la base de cualquier Estado que aspire a ser justo, eficiente y confiable.
Urge una agenda seria de profesionalización en los gobiernos locales, en los órganos autónomos, en los poderes judiciales y legislativos.
Urge cerrar la puerta al compadrazgo, a las herencias políticas y al clientelismo. Lo que está en juego no es un puesto, sino la legitimidad misma del servicio público.
No se trata de idealizar la burocracia ni de desconocer las tensiones propias del poder, pero sí de asumir con seriedad que gobernar exige saber, y que administrar lo público no puede seguir siendo el premio de consolación para quienes no consiguieron una candidatura. Profesionalizar es también dignificar el servicio público, restaurar la confianza ciudadana y colocar al Estado al nivel de los desafíos que enfrenta.