Llamamos “paradoja mexicana” al fenómeno en el que, según estudios sobre confianza institucional, México obtiene una calificación sobresaliente; sin embargo, al indagar sobre la conducta de los servidores públicos, los mexicanos muestran desconfianza hacia políticos y funcionarios. Es decir, confían en las instituciones, pero no en quienes las integran.
Esto se confirma al analizar los resultados que la OCDE acaba de publicar en su “Encuesta sobre los motores de confianza en las instituciones públicas (2024)”. Y aunque sorprenda a más de uno, México aparece entre los países con mayores niveles de confianza en su gobierno federal: el 54% de los encuestados dijeron confiar “moderada o altamente” en él, quince puntos por encima del promedio de los países miembros (39%).
También hay confianza en la policía (58%), en otras personas (56%) y hasta en los organismos internacionales (60%). Pero donde empiezan las dudas —y el verdadero dilema del Estado de Derecho— es en los datos que se esconden detrás de esa confianza.
Por ejemplo, solo el 27% de los mexicanos cree que un servidor público rechazaría un soborno, y el mismo porcentaje considera probable que un político se niegue a intercambiar favores por un buen puesto en la iniciativa privada. Y entonces uno se pregunta: ¿confiamos en las instituciones, pero no en la integridad de quienes las representan? ¿Es eso realmente confianza, o simplemente resignación?
Otro dato clave: menos de la mitad (45%) considera que el sistema político permite que “personas como ellos” tengan voz en las decisiones públicas. Es decir, hay una sensación de exclusión, de lejanía entre gobierno y ciudadanía. Y sin esa cercanía, sin ese derecho efectivo a participar y ser escuchado, el Estado de Derecho empieza a debilitarse, por más leyes y estructuras que existan.
Sí, en México existe una Constitución, existen tribunales, existen leyes. Pero el Estado de Derecho no se mide solo por su existencia, sino por su eficacia real, por el respeto y cumplimiento de esas normas, y por la capacidad de garantizar justicia, igualdad y participación. Y ahí es donde siguen pesando las deudas.
Tal vez lo más alarmante no es la pérdida de confianza, sino esta paradoja mexicana: decimos confiar en el gobierno, pero no creemos que se niegue a la corrupción. Nos decimos satisfechos con los trámites, pero vemos poco probable que una queja sirva para algo. Hay un discurso de avance y otro de escepticismo, conviviendo al mismo tiempo. Esto es lo que llamamos la “paradoja mexicana”.
¿Qué nos dice esto sobre nuestro Estado de Derecho? Que, más allá de lo formal, necesitamos reconstruir la ética pública, fortalecer el cumplimiento de la ley y abrir verdaderamente los espacios para la voz ciudadana, es decir, ampliar la participación democrática. Porque sin eso, lo que tenemos no es un Estado de Derecho, sino una apariencia funcional con cimientos frágiles; o peor aún, la normalización de prácticas corruptas que la sociedad ha empezado a invisibilizar al asumirlas como parte de lo cotidiano, lo normal e incluso lo natural, en un sistema donde este tipo de conductas han imperado por décadas.