Poco a poco, y quizás sin darnos cuenta, el rostro del país ha cambiado. No por un cataclismo repentino, ni por una revolución a gran escala, sino por una sucesión silenciosa pero persistente de reformas constitucionales que han transformado, para bien o para mal, los fundamentos de nuestra república. Prueba de ello son las 836 veces que han reformado los 136 artículos que componen la Constitución federal. Y si bien no toda reforma es nociva por definición, muchas de ellas han tenido un efecto corrosivo sobre una de las promesas más nobles y olvidadas de nuestro pacto fundacional: el federalismo.
En los papeles seguimos siendo una República Federal, pero en la práctica cada vez nos parecemos más a un Estado centralizado, donde el poder de decisión, de legislación y de ejecución se concentra en el centro del país. Reformas recientes en materia de justicia, transparencia, simplificación administrativa, etc., son apenas ejemplos de cómo desde la capital se dictan mandatos que los congresos locales deben acatar sin mayor deliberación ni margen de maniobra.
Como lo advierte el jurista Diego Valadés, “el federalismo en México ha transitado de ser un principio de organización a un obstáculo que se busca rodear mediante leyes generales”. (1) Y es que a través de esas leyes generales, se impone una lógica homogénea que debilita la capacidad de los Estados para legislar y decidir según su contexto, su historia y sus necesidades particulares.
Por ejemplo, la figura del juicio de amparo es otro ejemplo revelador. Aunque ha sido una conquista jurídica invaluable, en su versión actual ha terminado por federalizar buena parte de la vida jurídica local. Jueces del ámbito federal —ubicados en su mayoría en zonas metropolitanas— emiten resoluciones sobre actos de autoridades municipales o estatales, muchas veces sin comprender del todo la dinámica social o política de los territorios que están interviniendo. ¿Dónde queda, entonces, la soberanía de las Entidades Federativas cuando sus decisiones más importantes pueden ser revertidas desde un escritorio ajeno a su realidad?
El constitucionalista Roberto Gargarella lo expresa con precisión al señalar que “cuando el poder central comienza a legislar sin escuchar las voces de las periferias, el pacto federal deja de serlo para convertirse en una imposición”. (2) México, por desgracia, parece caminar con paso firme hacia esa imposición disfrazada de coordinación nacional.
No se trata aquí de rechazar la armonización normativa ni la colaboración entre los órdenes de gobierno. Se trata de reconocer que la diversidad territorial es una fortaleza democrática, y que el centralismo sostenido por reformas sucesivas puede derivar en una uniformidad estéril que ignora las particularidades locales.
Ante ello, conviene detenernos a pensar si el país que estamos construyendo —o dejando que se construya— es realmente el que queremos la mayoría de los mexicanos. ¿Son estas reformas el fruto de un debate amplio, plural y profundo? ¿O responden más bien a los impulsos de una visión única, centralista y a veces personalista del poder?
La historia constitucional de México nos recuerda que el federalismo no es una concesión, sino una conquista. Y como toda conquista democrática, puede perderse si no se defiende a tiempo. Tal vez ha llegado el momento de volver a preguntarnos: ¿cuánta soberanía nos queda en los Estados? ¿Y cuánta más estamos dispuestos a perder?
1. Diego Valadez, El diseño constitucional del Estado mexicano, 2015.
2. Roberto Gargarella, La sala de máquinas de la Constitución, 2014.