Desde que me acuerdo, los temporales en la ciudad de Guadalajara han sido de terror. No por nada, después de tormentas de antología, en 1734 (siglo XVIII) la Virgen de Zapopan fue declarada patrona contra tempestades, rayos y epidemias. Con perjuicios y beneficios, las lluvias azotan esta región de manera abundante y violenta desde hace siglos.
Sin entrar a detalle en lo que han sido los efectos de esta condición a lo largo de la historia, ya en nuestro tiempo, me acuerdo de cuando a fines de los sesenta y principios de los setenta, con la construcción de Plaza del Sol y Ciudad del Sol, así como de los pasos a desnivel en diferentes puntos de la ciudad, los encharcamientos e inundaciones empezaron a causar muertes y severos daños materiales en inmuebles y vehículos; en esa zona del sur-poniente la que fue obstruida fue la cuenca del Chicalote; las inundaciones son recurrentes.
Fue impactante la noticia, a principios de los ochenta del siglo pasado, de la muerte de dos mujeres jóvenes que fueron arrastradas por la corriente entre Plaza del Sol y Residencial Victoria; y la aparición de sus cuerpos en las afueras de la ciudad.
Desde entonces, los efectos de las tormentas en Guadalajara y la zona metropolitana han empeorado y no se ha hecho nada para resolver de fondo un problema añejo que, en este momento, tiene a la metrópoli colapsada y convertida en un peligro creciente para sus habitantes.
Apenas –y no es nada seguro– como reacción a las primeras y violentas tormentas de este temporal, se acaba de anunciar que se trabajará en un colector profundo de manera gradual; en obras para la captación de agua de lluvia y quizá, sólo quizá, en vasos reguladores en diferentes puntos del área conurbada. Se está calculando una inversión de nueve mil millones de pesos que se llevará todo el sexenio ¿será? (dicho sea de paso, se estimaban seis mil millones de pesos para otro acueducto que trajera agua a Guadalajara desde Chapala, pero la Conagua no lo autorizó; digo, nada más para comparar la magnitud del dinero que se requiere).
Los signos, las señales, las evidencias de que Guadalajara requería obras gigantescas para resolver de inmediato y prevenir los efectos de un crecimiento descontrolado, pasaron del amarillo al rojo extremo sin que nadie, pero nadie, y me refiero a gobernantes, tomara la decisión de actuar con sentido de urgencia ante lo que era, es, un futuro cierto; ahora un doloroso y amenazante presente.
La negligencia ha sido un patrón de conducta de los gobernadores de los últimos sexenios. La desfachatez, la banalidad, la soberbia, el desdén de las demandas y causas sociales los han caracterizado; todo lo minimizan, todo lo descalifican y, para ellos, ni los expertos saben lo que dicen. No puedo dejar de mencionar la afirmación “fuerte y clara” para que se-oiga-en-los-más-lejanos-confines-del-universo de que ya no habría inundaciones en la ciudad. Seguro el lector, la lectora, recuerdan quién lo dijo. Enrique Alfaro, con su tono de autosuficiencia y autosobrevaloración.
Incluso antes de ser gobernador, como candidato a Guadalajara, declaró sin dudar, contundente: “Vamos a arreglar el problema, lo único que se necesita es atención. Lo que pasa es que son obras que a los gobernantes no les interesan porque no lucen, no son para salir en la foto”. Esto fue en 2015.
Han pasado 10 años y en ese periodo, justamente, las inundaciones han empeorado. ¿Cuál es la diferencia con respecto a la magnitud de los últimos años del siglo XX? La construcción frenética y desordenada de edificios, edificios y más edificios en zonas que obstruyen antiguos cauces, o en lugares donde ya es precaria y está comprometida la dotación de servicios; en áreas con infraestructura antigua a la que no se ha dado mantenimiento, mucho menos renovado y que afectan no sólo el manejo de las aguas en todos los sentidos: de lluvia, residuales, potable… sino las vialidades, el suministro de energía eléctrica, la seguridad, el encarecimiento exponencial y generalizado, las viviendas abandonadas, la recolección de basura… Son los efectos de la operación impune y vigente sin pudor alguno de lo que conocemos como cartel inmobiliario en la zona metropolitana de Guadalajara.
Vivimos los efectos de esta sucesión de decisiones sin visión de futuro, sin conciencia, sin espíritu de servicio, sin amor por la ciudad ni por Jalisco, sin planificación para garantizar la viabilidad de los proyectos, su permanencia y sustentabilidad para convertir a esta ciudad en una vivible, atractiva y cada vez mejor para todos sus habitantes. Esto no lo pensaron jamás, no lo piensan, no les ha importado. Sí la ganancia inmediata, sí el negocio, sí la especulación, los favoritismos y los privilegios. Se ocuparon también –y con éxito– de cooptar, para silenciarlos, a activistas en pro del desarrollo urbano y la movilidad.
Sé que el hubiera no existe, pero imaginemos que antes del frenesí histérico de las construcciones alguna autoridad le hizo caso a los expertos y a los activistas y se tomó la decisión desde el siglo pasado, de dotar a la zona metropolitana de un colector profundo y obras asociadas para resolver los problemas de inundaciones, de desalojo de aguas residuales, de renovación de la infraestructura vial e hidráulica, de socavones; de captación de las abundantísimas aguas pluviales y recarga de mantos acuíferos… A estas fechas, esas obras que no habrían sido para tomarse la foto, le habrían valido a la tal autoridad para situarse bien en la historia, sería reconocida por aquellas, estas y futuras generaciones, seguramente alguna calle llevaría su nombre y hasta le habrían esculpido alguna estatua. Pero eso no es importante para las tales autoridades ¿lo será ahora?
No es seguro que se emprenda la obra que anunció el gobernador Pablo Lemus, la que costaría 9 mil millones de pesos, que sería gradual y paulatina y compleja, dijo. Nada nos garantiza que cumpla; su antecesor del mismo partido no cumplió. La ciudad está colapsada y es un peligro constante. Hasta no ver, no creer, mientras tanto, nos toca cuidarnos y tomar precauciones extremas.