La pregunta es inevitable: ¿Qué hacemos con los policías? No como institución abstracta, sino como individuos con placa, arma y autoridad. Porque algo está profundamente roto.
No es nuevo, pero cada tragedia lo confirma. El caso de los cuatro policías de Zapopan involucrados en el asesinato de una familia es, sin exagerar, el colmo. Y también, una señal de agotamiento del modelo actual.
Durante años, los gobiernos han intentado mejorar el rostro de las corporaciones con uniformes nuevos, patrullas blindadas y, sobre todo, mejores salarios. Se ha repetido el mantra de que con sueldos dignos llegarían la honestidad, la vocación y el compromiso. Pero no ha sido así. Algo no está funcionando. Lo estructural sigue pudriéndose desde adentro.
Nadie se ha atrevido a mirar de verdad a los policías. ¿Qué pasa por sus mentes? ¿Qué los lleva a cruzar la línea entre el deber y la complicidad? No existe un estudio serio, con rigor psicológico y sociológico, que nos explique qué sueñan, qué temen, qué arrastran del pasado, qué entienden por justicia, qué valores los rigen o los destruyen. ¿Cuántos de ellos cargan con traumas, deudas, humillaciones, adicciones o deseos de poder que acaban por volverse peligrosos?
Las pruebas de control y confianza se han vuelto un trámite. Las sanciones y los códigos internos se aplican con lentitud o con discrecionalidad. Y las leyes, cuando existen, no se traducen en resultados. Los Congresos no legislan con eficacia. Los Ejecutivos no operan con eficiencia. Los ministerios públicos no investigan. Y los jueces –cuando no están cooptados– simplemente duermen. Es un sistema de vigilancia sin vigilantes, una justicia sin músculo, una seguridad que da miedo.
En este contexto, no es descabellado preguntarse si debemos replantear por completo el modelo. ¿Y si desaparecen las policías municipales y estatales? ¿Y si la Guardia Nacional asume de lleno la función, bajo estándares únicos y supervisión civil real? Sería un salto drástico, con riesgos, pero tal vez menor que el peligro de seguir fingiendo que todo puede corregirse con un nuevo jefe, una limpieza interna o un incremento salarial.
Lo cierto es que estamos ante una crisis ética, funcional y estructural. Y como sociedad, ya no podemos seguir cruzándonos de brazos o culpando al “mal elemento”.
Entonces: ¿Qué hacemos con los policías? Mientras aún nos queda algo por salvar.