La presidenta Claudia Sheinbaum anunció la creación de una Comisión para la Reforma Electoral, y el debate público se encendió de inmediato. No es para menos: cualquier intento por modificar las reglas del juego democrático despierta suspicacias y acusaciones de regresión. Sin embargo, conviene pausar el juicio automático y analizar su contexto, ya que en México las reformas electorales han sido una constante tras cada elección presidencial desde hace más de tres décadas.
No estamos ante una anomalía, sino frente a una rutina institucionalizada —y quizás necesaria— de revisión y perfeccionamiento del sistema electoral. Desde 1977, pero sobre todo a partir de 1990, el país ha reformado sus normas electorales de manera sistemática, especialmente después de los comicios federales. Para muestra un botón:
* 1996: Tras la crisis de 1994, se otorgó plena autonomía al IFE, se ciudadanizó el Consejo General y se fortaleció la fiscalización y el acceso equitativo a medios.
* 2007-2008: Luego de la elección de 2006, se prohibió la contratación privada de spots políticos y el IFE asumió el control de tiempos oficiales.
* 2014: Con base en el Pacto por México, se creó el INE y se le otorgó autoridad nacional; se introdujo la reelección legislativa, la paridad de género y una mayor fiscalización.
* 2020: Reforma parcial que impulsó la paridad transversal, la inclusión de candidaturas indígenas y LGBTIQ+, y abordó la violencia política de género.
* 2025: Sin que propiamente fuese anunciara como un paquete de reformas electorales (reforma electoral), se aprobó prohibir la reelección inmediata y el llamado nepotismo electoral.
¿Qué plantea ahora la comisión?
La iniciativa de Sheinbaum, que será encabezada por Pablo Gómez, sigue esta lógica histórica. Y se discutirán posibles cambios como:
* Reducción del financiamiento a partidos.
* Eliminación de diputados plurinominales.
* Simplificación de procesos y gasto electoral
* Sustitución del INE por el Instituto Nacional de Elecciones y Consultas (INEC), que asumiría la organización total de comicios y eliminaría los OPLEs.
A diferencia de reformas anteriores negociadas en contextos de pluralidad, esta parte de un gobierno con mayoría legislativa, lo que facilita su aprobación, pero también genera dudas sobre la inclusión de otras voces y visiones, que —a decir de la oposición al régimen y expertos académicos— huele a imposición.
Aunque la presidenta ha prometido preservar la autonomía del INE, muchos advierten riesgos. El reto será demostrar que se busca perfeccionar al árbitro electoral, no capturarlo. Una reforma con apertura, expertos, partidos y sociedad civil podría legitimar el cambio y evitar la polarización, todo ello sin caer en la simulación.
Reformar, ¿para avanzar o para controlar?
Esa es la pregunta central. Como en el pasado, no se trata solo de si se reforma, sino de cómo, con quiénes y para qué. Si la nueva administración construye una propuesta razonada, técnica y participativa, esta reforma puede ser la continuidad virtuosa de un camino que ha fortalecido la alternancia, la transparencia y la exigencia ciudadana.
Habrá que tener bien presente que no hay democracia sin reglas claras, pero tampoco hay reglas democráticas sin confianza ni consenso. Si se impone sólo una visión, esto será una mera imposición que puede traducirse en la captura de las reglas y del árbitro electoral, lo cual sería la estocada final al endeble sistema democrático en México.