La democracia en México se encuentra ante el riesgo de terminar subordinada al proyecto político de un solo partido. La reforma electoral que ha impulsado la presidenta Claudia Sheinbaum y promovido Morena, debe colocarnos en alerta máxima por su contenido, que amerita análisis técnico y jurídico profundo, pero en especial por el origen mismo de la iniciativa, donde el partido en el poder busca dictar cuáles serán las reglas del juego electoral.
Una reforma electoral legítima debe surgir desde las minorías, la sociedad civil, y ser debatida, contrastada y nutrida en el Poder Legislativo, de forma libre, sin presiones partidistas. Llevar a cabo una modificación de este nivel, debería responder a las necesidades del sistema y a las propuestas de mejora de la vida democrática mexicana, no a las ambiciones de perpetuación de quienes hoy gobiernan. Pero lo que vemos actualmente es ejemplo antidemocrático; se trata de un intento por concentrar poder y controlar a las instituciones que deberían ser árbitros imparciales.
Desde la narrativa oficialista se habla de buscar la modernización de la democracia y abaratar los procesos electorales, reduciendo los recursos tanto a partidos como a comicios. Quienes la promueven aseguran que la reforma electoral busca reestructurar al Instituto Nacional Electoral, reducir el número de legisladores plurinominales y someter a voto popular a los consejeros electorales.
En el papel, estos puntos pueden sonar atractivos para una ciudadanía harta de excesos, burocracia y corrupción. Pero en la práctica, será un ejercicio de simulación, sin escuchar a los expertos ni a la ciudadanía, con la participación de perfiles cercanos al poder, en un descarado intento por ajustar los procesos de elección a conveniencia de Morena.
¿A quién beneficia una reforma que debilita al INE, institución que ha sido pilar de la transición democrática en México y que hizo posible la pluralidad de gobierno? ¿A quién le conviene que los árbitros electorales sean electos por voto popular, en campañas dominadas por los recursos del gobierno federal? La respuesta es muy clara: a Morena y a su maquinaria electoral, alimentada desde el Estado.
Históricamente, las reformas electorales que han fortalecido la democracia mexicana han nacido del consenso multipartidista y de la defensa férrea que la ciudadanía ha encabezado. Desde la creación del IFE en 1990 hasta la reforma de 2014 que dio origen al INE, los avances se construyeron con base en negociaciones, equilibrios y presión ciudadana. Contrario a eso, el intento actual nace desde un poder que concentra la Presidencia de la República, la mayoría en el Congreso y 23 gubernaturas; pero que quiere más.
Pretender que una sola fuerza política legisle las reglas de las elecciones es una regresión autoritaria. Es reescribir la ley para asegurarse la victoria y cínicamente mostrar que no buscan competir con otros partidos, sino imponerse. Ningún país que aspire a una democracia real permite que el poder en turno imponga unilateralmente la estructura electoral.
Como integrante de la oposición, asumo la responsabilidad de defender la libertad de elección y los contrapesos, pero reconozco que esta es una batalla que no puede librarse solo desde los partidos políticos. Necesitamos que la sociedad civil, los académicos, las organizaciones ciudadanas, los comunicadores y votantes conscientes se informen, se movilicen y exijan que cualquier cambio a las reglas del juego electoral se construya en libertad, con inclusión y de manera participativa.
La democratización del país, aunque no perfecta ni total, ha implicado décadas de aprendizaje y también de resistencia. Hoy, México no puede permitirse retroceder en lo que tanto ha costado construir y vamos a luchar por defenderlo.