El pasado 30 de agosto se conmemoró el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas, una fecha instaurada por la ONU en 2010 para visibilizar una de las violaciones más graves a los derechos humanos: la privación de la libertad por parte del Estado o de actores tolerados por éste, con la negativa a reconocer el paradero de las víctimas. México, lamentablemente, se ha convertido en uno de los epicentros de este drama a nivel mundial.
En México, Jalisco ha encabezado de manera sostenida las estadísticas nacionales. Desde 1967 existen registros de personas desaparecidas en el Estado, pero fue a partir de la primera década del siglo XXI cuando el fenómeno se desbordó. El 2008 marcó un punto de quiebre y en 2013 se registró un salto abrupto con más de 750 casos en un solo año. Desde entonces, la curva no ha dejado de crecer, al grado de que en el periodo 2018–2025 se acumulan ya más de 15,400 personas desaparecidas. En términos numéricos, Jalisco es hoy el rostro más cruel de la tragedia nacional.
La magnitud del problema trasciende los números. Cada persona desaparecida representa una vida arrancada, una familia rota y un tejido social que se desgarra. La impunidad estructural es el caldo de cultivo que permite la continuidad de este fenómeno. Las investigaciones se diluyen entre la burocracia, la colusión de autoridades y la falta de capacidades institucionales. Miles de madres, padres, hermanos e hijos han tenido que organizarse en colectivos de búsqueda para suplir al Estado en su deber más elemental: garantizar la vida y la seguridad de las personas.
Decir que el fenómeno está desbordado no es un exceso retórico, es una constatación de la realidad. En Jalisco no solo desaparecen jóvenes ligados a contextos de riesgo, también estudiantes, trabajadores, mujeres y menores de edad. La violencia es tan indiscriminada que ha borrado las fronteras entre lo privado y lo público, entre la vida cotidiana y el crimen organizado.
La conmemoración del 30 de agosto no puede reducirse a un acto simbólico. Debe ser un recordatorio incómodo de la urgencia de reconstruir la confianza en las instituciones, de garantizar justicia a las víctimas y de enfrentar con seriedad al crimen organizado. Mientras en Jalisco siga reinando el silencio de los desaparecidos y la desesperación de sus familias, el Estado de derecho permanecerá incompleto, y la democracia misma estará en deuda.
En un país con más de 110,000 personas desaparecidas, Jalisco es el epicentro de una herida abierta que interpela a toda la nación. Recordar a las víctimas cada año es necesario, pero insuficiente: lo verdaderamente imprescindible es que sus nombres no se conviertan en meras estadísticas y que su búsqueda se convierta en una prioridad de Estado.