Los eventos de alcance nacional que marcan el naciente mes de septiembre tienen un alcance tan profundo, que se requerirán varias semanas para asimilarlos, igual que sus consecuencias. Pero en comparación con el primer informe de la presidenta Claudia Sheinbaum y el combate político en la Cámara de Diputados para que finalmente, la panista Kenia López Rabadán asumiera como presidenta de la Mesa Directiva, lo que marcará más profundamente la vida del país es la instalación de la nueva Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Los nuevos ministros, que en esencia tienen la misión de proteger la aplicación de la Constitución Política de nuestra república, comenzaron su instalación con ceremonias sincréticas (una limpia en Cuicuilco y la entrega de bastones de mando) que supuestamente, reponen en el lugar histórico que les corresponde a los pueblos indígenas de nuestro país. Pero tan absurdo como eso, hubiera sido que inauguraran su tarea con una misa en la Catedral Metropolitana presidida por el arzobispo primado de México.
Con total respeto al credo que decida profesar cada uno de los mexicanos –por cierto, un derecho consagrado en la Constitución–, los ministros de la Corte deben ser los primeros en respetar el Estado Laico mexicano y evitar que se les relacione con prácticas religiosas cualquiera que sea su origen.
Por otra parte, como herederos autoproclamados de una nueva conformación del Poder Judicial, basada en las elecciones populares en las urnas, deben atender la doble mancha que acompaña su llegada: 1. La imposición de la reforma al Poder Judicial, basada no en un acuerdo plural, sino en la determinación de un grupo político que además, instaló una mayoría calificada en el Poder Legislativo atropellando a las minorías. 2. Una elección constitucional que careció de legitimidad pública, a pesar de que tanto en el Instituto Nacional Electoral (INE) como en la Sala Superior del Tribunal Electoral federal (TEPJF) hayan impuesto una mayoría de votos por la fuerza, pero no por la vía del razonamiento jurídico.
Si el origen de una reforma al Poder Judicial se motivó en el mal desempeño de éste, los hechos de corrupción y nepotismo, y sobre todo, la personal voluntad del expresidente Andrés Manuel López Obrador que aplicó la reforma y se la heredó a la presidenta Claudia Sheinbaum, lo conducente sería que los nuevos ministros se comportaran de modo que no fueran criticables.
Pero su inauguración en la vida nacional se abre con actos de carácter semirreligioso (ahora se inspirarán en el Quetzalcóatl de los mexicas) y con actos superficiales, demagógicos y populistas. Ni siquiera cuentan con el respaldo de todos los pueblos indígenas pues en muchos de éstos ni siquiera existe la figura del “bastón de mando”.
La evidencia, hasta ahora, es que están ligados por compromisos electorales (los innegables acordeones) con la élite dominante del poder… igual que lo estuvieron los integrantes del Poder Judicial “de antes”.
Más allá de ceremonias y ritos, de discursos y celebración, lo que requiere es lo que se ha exigido siempre: justicia pronta, expedita y gratuita, como establece el Artículo 17 de la Constitución. ¿Cumplirán?