El sistema penal acusatorio adversarial, implementado en México en 2016, nació como una reforma que prometía procesos más transparentes, ágiles y garantes de los derechos ciudadanos. A casi una década de su operación, la realidad es otra: un modelo que en lugar de brindar justicia, se ha convertido en sinónimo de impunidad, corrupción y desconfianza social.
Uno de los principales problemas es la demora en los procedimientos. Audiencias que deberían resolverse en meses llegan a tardar de uno a dos años, producto de una larga lista de justificantes procesales: amparos, medios de impugnación, excusas administrativas e incluso justificantes médicos. Esto resulta contradictorio si se considera que el modelo está diseñado para que los procesos concluyan en el menor tiempo posible. En la práctica, el sistema se convirtió en una puerta giratoria para delincuentes y en un negocio rentable para la corrupción.
La etapa inicial de control de detención, que debería ser garante de seguridad y justicia inmediata, se ha debilitado. Hoy, los jueces evitan imponer prisión preventiva justificada, aun cuando existen pruebas contundentes e incluso casos de flagrancia. Así, delincuentes detenidos en el acto mismo del crimen enfrentan sus procesos en libertad. Este escenario alimenta la percepción ciudadana de que la justicia en México tiene precio y favores.
Las estadísticas confirman el colapso del sistema. Según el INEGI, solo 5.2% de las causas penales alcanzan el juicio oral, mientras que otros estudios estiman que apenas entre el 8% y el 10% de los casos denunciados llegan a sentencia. Esto significa que más del 90% de los delitos quedan sin resolución definitiva, fortaleciendo la impunidad.
La situación se agrava en estados como Jalisco, señalado como uno de los más corruptos en materia judicial. En lugar de promover cambios, se busca dar continuidad a los mismos jueces, perpetuando un sistema marcado por los favores y la corrupción. Esto refuerza la desconfianza social y consolida la percepción de que la justicia es negociable.
A nivel federal, se intentó legitimar al sistema promoviendo la elección ciudadana de jueces y magistrados. Sin embargo, la convocatoria y los resultados dejaron en claro que los perfiles seleccionados respondían al partido en el poder. Más que democratizar la justicia, este mecanismo se tradujo en una captura política del Poder Judicial, disfrazada de participación ciudadana.
La conclusión es clara: la justicia penal no es justa, mucho menos garante. Lo que nació como una reforma para proteger derechos y agilizar procesos, terminó consolidando la impunidad y debilitando la confianza social. El reto no es crear otra reforma, sino ejecutar con seriedad lo que ya está establecido en la ley: recursos suficientes, jueces imparciales, fiscales capacitados, procesos ágiles y castigo a la corrupción.