Cada año, las finanzas públicas del país parecen resistir con hilo y aguja. Entre el gasto creciente en pensiones, la deuda pública y los programas sociales, el Gobierno federal enfrenta una presión implacable. A esto se suma el fracaso de Pemex, que deja de ser motor económico para convertirse en un agujero negro que drena recursos. Ante esta situación, la receta oficial es clara: aumentar impuestos o crear nuevos gravámenes, sin importar el impacto social.
El ejemplo más reciente y evidente es el impuesto a las bebidas azucaradas, cuya recaudación estimada para 2026 saltará de 26 mil 797 millones de pesos a 75 mil 290 millones. El discurso gubernamental sostiene que el incremento busca desalentar el consumo de refrescos, en beneficio de la salud pública. Sin embargo, esta narrativa es una farsa. El verdadero objetivo es llenar las arcas del Estado, sin considerar la carga que esto representa para la población. No es una política de salud, sino una medida fiscal disfrazada.
Este impuesto refleja la fragilidad del modelo económico y fiscal del país. El sistema de pensiones, con un déficit estructural creciente, exige recursos constantes; la deuda pública sigue ascendiendo; y los programas sociales, aunque necesarios, no son sostenibles si dependen únicamente de la recaudación inmediata y no del crecimiento económico. Cada peso recaudado a través de impuestos regresivos termina siendo un paliativo, no una solución estructural.
El impuesto a los refrescos no es un caso aislado. Forma parte de una estrategia sistemática: si el crecimiento económico real no genera suficientes ingresos, el Gobierno traslada el costo a los ciudadanos. El efecto es claro: quienes menos tienen, terminan pagando la factura de un sistema fiscal que depende más de la presión tributaria que de la productividad y la inversión.
El dilema es evidente. Mientras no se implementen reformas profundas que fortalezcan la recaudación vía empleo, inversión y competitividad, medidas como el aumento al impuesto de las bebidas azucaradas seguirán siendo la principal fuente de ingresos extraordinarios. La retórica de la salud pública es apenas un pretexto; la verdadera prioridad es equilibrar las cuentas fiscales, aunque eso signifique sacrificar el poder adquisitivo de millones de familias.
En síntesis, el aumento del impuesto a los refrescos es un síntoma de la crisis fiscal que enfrenta México: ante el fracaso de Pemex, el gasto público insostenible y la deuda creciente, no hay otra alternativa para el Gobierno que trasladar el costo a la población. La salud, en este caso, queda en segundo plano; lo que importa es mantener las finanzas a flote, aunque sea a costa de los contribuyentes.