Miguel Hidalgo y Costilla es el padre de la Patria a pesar de que hay tendencias perniciosas que tratan de quitarle ese reconocimiento. Y no es una idea romántica, legendaria o de la proclividad a construir héroes de bronce casi perfectos. No, no se trata de eso, de hecho, es hasta hace pocos años que historiográficamente se ha empezado a revisar la vida y la obra de Hidalgo y hoy por hoy sabemos más: disponemos de información y datos que confirman que merece tal título.
Voy por partes. En primerísimo lugar, contrario a quienes lo minimizan y descalifican en cuanto a sus alcances intelectuales, Hidalgo era un hombre ilustrado. Estudió en el Colegio de San Nicolás, en Valladolid, hoy Morelia. Cursó filosofía, letras y teología. Hablaba francés y por lo menos tres lenguas indígenas: náhuatl, otomí y purépecha.
Fue maestro de las mismas disciplinas que estudió y llegó a ser rector del Colegio de San Nicolás de 1788 a 1792. Leyó a clásicos griegos, pero también los libros revolucionarios que entraron a la Nueva España, claro está, de manera clandestina.
Fue párroco de Colima, de San Felipe y luego de Dolores. Fue en estas localidades donde Hidalgo organizaba tertulias y representaba obras de teatro, de Molière sobre todo, es decir, comedias como Tartufo; pero también fue durante esta etapa que tuvo un mayor contacto y relación con indígenas y campesinos de la región.
En segundo lugar, sus estudios y lecturas vinculadas a la Ilustración, modernas, escandalosas para las autoridades tradicionales y, por supuesto, prohibidas y censuradas; el intercambio de información e ideas con su hermano Manuel, abogado, quien conocía casos que llegaban a la Real Audiencia y al Tribunal de la Santa Inquisición de personas acusadas porque conocían y promovían otras formas de gobierno y criticaban severamente a la monarquía; así como el conocimiento directo de la realidad de indígenas y campesinos a quienes enseñaba oficios para que mejoraran sus condiciones de vida (alfarería, cultivo de la morera, de viñedos), fueron perfilando la personalidad de Miguel Hidalgo, más irreverente que no, si pensamos en que era sacerdote; cada vez más rebelde y perfectamente consciente y preocupado por la precaria realidad de quienes fueron sus feligreses en las tres parroquias.
Con estos antecedentes y otros que se conocen sobre el padre de la Patria, se fue conformando en su pensamiento la determinación de cambiar el estado de las cosas, aun cuando, en un principio y por poco tiempo, la motivación era defender a la Nueva España de las malas influencias de la Francia revolucionaria, del jacobinismo napoleónico particularmente; y conservar el reino para regresarlo a Fernando VII en cuanto fuera liberado.
Durante algún tiempo Hidalgo se resistió a las persistentes invitaciones que Ignacio Allende le hizo para que se sumara a los conspiradores de Querétaro; para cuando se llegó a eso, ya había pasado la crisis del Ayuntamiento de México de 1808 y la conspiración de Valladolid de 1809. Allende e Hidalgo, entre muchos otros criollos y mestizos como los hermanos Epigmenio y Emeterio González, estaban muy molestos, especialmente porque la Real Audiencia en México había determinado que los españoles americanos no eran iguales ni tenían los mismos derechos y privilegios que los peninsulares. Esta conclusión motivada por los sucesos en Europa a partir de la invasión napoleónica, cambiaron el rumbo de las cosas en la Nueva España de una vez y para siempre.
Cuando Hidalgo aceptó, se dio una especie de aceleración de los acontecimientos, con todo y que el párroco de Dolores no era el líder del movimiento, sino Allende, antes Aldama y por supuesto los corregidores de Querétaro, más los hermanos González, activos colaboradores y dos de los que pagaron con más saña, por ser mestizos, su participación como conspiradores.
No me voy a extender en los detalles del movimiento a estas alturas pero sí, en cambio, y en tercer lugar, en el contenido social de las proclamas de Miguel Hidalgo, precisamente porque en el marco de un aniversario más del inicio de la guerra de Independencia de nuestro país, surgen voces que buscan descalificar y denostar a un personaje que en los escasos cuatro meses que duró su liderazgo nunca abandonó la causa de la justicia; la de defender al monarca español sí, y muy pronto después del grito (Jaime Olveda documentó que en cuanto entró Hidalgo a Guadalajara y tomó posesión del Palacio de Gobierno, mandó retirar de inmediato el retrato del rey español).
En casi todas sus proclamas hasta la del 6 de diciembre de 1810 firmada en Guadalajara, Hidalgo se pronunció contra la esclavitud y por la igualdad de todos los habitantes de la América septentrional; exigía la restitución de tierras a sus dueños originales y ordenaba la cancelación de deudas y otras acciones de los que llamaba invariablemente gachupines, desventajosas siempre para los dueños originales del territorio.
El liderazgo de Hidalgo que subió con una velocidad inusitada, en unas cuantas horas, estuvo soportado por los indígenas y campesinos que conocía y lo conocían tan bien; por quienes sabía y sufría con ellos por las injusticias, las carencias, la explotación; con quienes recuperó, y es claro en todos sus escritos y arengas de ese periodo, el coraje por los agravios y abusos de tres siglos.
Por eso fue una revolución social desde el primer momento y no un plan urdido únicamente por una élite criolla. Hidalgo era criollo pero no actuó pensando en los privilegios de los criollos, sino en las mayorías, en el pueblo. Hay historiadores, como John Lynch, que identifican claramente el componente social del movimiento de Independencia en México y lo distinguen con respecto a los demás por esa realidad.
Por todo esto y más, pese a los errores que cometió que no fueron pocos y de los que alcanzó a arrepentirse, Miguel Hidalgo y Costilla sí es el padre de la Patria y hoy es un día para celebrar y reconocer el profundo y claro motor social de aquella gesta.