Pensaría que lo hemos escuchado en discursos políticos desde que tenemos uso de razón. De muy diversas formas, a veces como contenido de mensajes demagógicos y otras, de manera auténtica y profunda, sin embargo, dado el mal uso que se le había dado, por lo general pasamos de largo o no nos queda completamente claro en qué sentido o por qué se está usando, ahora de manera reiterada.
Abordo el tema porque el concepto de soberanía se ha retomado con fuerza en el discurso político en México, particularmente desde la Presidencia de la República y, de forma especial, a partir de los embates del nuevo gobierno en Estados Unidos contra el mundo, pero contra nuestro país.
No es un concepto nuevo. Soberanía se empezó a usar desde el siglo XVI en Europa, cuando las monarquías eran poderes absolutos otorgados, decían y creían, por determinación divina. Al paso del tiempo, Thomas Hobbes, en el “Leviatán”, escribió que la soberanía residía en un monarca, un soberano con la autoridad suficiente, con todo el poder para dictar leyes y asegurar a los súbditos paz y seguridad.
Esta idea es la que inspiró, sin duda alguna, a aquel Marqués de Croix, Carlos Francisco, virrey de Nueva España, cuando dijo: “[…] y pues, de una vez para lo venidero deben saber los súbditos del gran Monarca que ocupa el trono de España, que nacieron para callar y obedecer y no para discurrir ni opinar en los altos asuntos del gobierno”. La afirmación del virrey estuvo motivada por las manifestaciones públicas contra la expulsión de los jesuitas que había sido en 1767 por órdenes de Carlos III, ese “gran Monarca”, el soberano.
Poco más de un siglo después del “Leviatán”, Juan Jacobo Rousseau escribió “El contrato social” con un concepto de soberanía que revolucionó a las sociedades occidentales; se extendió como en una reacción en cadena y fue fundamental en el marco de la Revolución francesa. La idea de la soberanía popular fue sí, revolucionaria, pero para los imperios de la época que trataban de fortalecer el absolutismo, era una idea muy, pero muy peligrosa.
Después del 14 de julio de 1789, un ministro de la corona española, el Conde de Floridablanca, prohibió que los panfletos, libelos y otras publicaciones revolucionarias cruzaran la frontera porque eran ideas sediciosas que amenazaban a la monarquía. Esta decisión se conoce hoy en día como “el pánico de Floridablanca”. Claro que la situación en España era muy precaria, malas cosechas, hambre, guerras… y esas ideas podían prender de inmediato, era un campo listo y fértil para los incendios.
Y en México, en el Ayuntamiento de la capital de la Nueva España, poco tiempo después, cuando ya se tenía información de lo que eran y significaban la soberanía popular, la república y el ciudadano, entre otros conceptos ya de un nuevo régimen, el síndico Francisco Primo de Verdad y Ramos (nacido en Lagos, por cierto) ante la invasión napoleónica y la necesidad de proteger a la Nueva España porque el rey Fernando VII estaba preso en Francia, propuso en agosto de 1808 que la soberanía recayera en el pueblo a través de las autoridades de los ayuntamientos, justamente, sin embargo, las palabras “soberanía” y “pueblo” encendieron las alarmas de la Real Audiencia y lo que consideraban una crisis terminó con el encarcelamiento de Primo de Verdad y Ramos, de fray Melchor de Talamantes y el golpe de Estado al que era el virrey, José de Iturrigaray, que no había visto mal la iniciativa. Los dos primeros murieron en circunstancias extrañas y se dijo, con todas sus letras en aquellos tiempos, hace más de 200 años, que sus ideas eran “peligrosas”.
Luego de la consumación de la Independencia en 1821, la palabra se asoció a las provincias o estados cuando se discutía el tipo de república que se fundaría después del fracaso del imperio de Agustín de Iturbide. El estado de Jalisco, que fue el primero en constituirse, se definió como “libre y soberano” y así todos los demás.
La cuestión es que, una vez instalada la República federal de los Estados Unidos Mexicanos, no es que se haya establecido como una nación soberana de una vez y para siempre. Los actores políticos de la época, el presidente Guadalupe Victoria, no lo era, porque no disponía de todos los instrumentos de poder necesarios. En primerísimo lugar, la corona española ya tenía a la Nueva España sin dinero, saqueó hasta el último peso; de hecho, había dispuesto de los recursos de las cajas de comunidad que por ley eran intocables y le había quitado patrimonio a élites y a órdenes religiosas vía los vales reales.
Cuando Iturbide y luego Victoria, asumieron el poder, las arcas de la nueva nación estaban vacías y había que pagar los sueldos del ejército y de la burocracia. He escuchado a algunos pseudohistoriadores criticar a Victoria porque contrató deuda con Gran Bretaña. No había de otra, no había dinero y era necesario mantener en pie al nuevo país y consolidar la independencia. Se juzga fácil desde hoy y producto de la ignorancia más supina.
Durante el siglo XIX, después de la independencia, México estuvo constantemente amenazado por potencias extranjeras ávidas de quedarse o sacar el mayor provecho posible de todas las riquezas, recursos naturales, materias primas.
Invasiones, agravios inventados y exagerados, guerras abusivas y despojo, hasta la intervención francesa, son muestras claras del botín que era nuestro país para las fuerzas extranjeras sobre todo porque no se contaba aquí con esos instrumentos de poder para defenderse, ni económicos ni militares. Con todo, sobrevivimos y nos mantuvimos en pie. El mérito de los hombres y las mujeres de entonces, de las élites políticas y del pueblo en su conjunto, es mayúsculo, una verdadera proeza.
Aun cuando la situación era muy precaria todavía, la Restauración de la República con Benito Juárez fue clave para detener las amenazas de invasión y colonización que no cesaban. Se estuvo en mejores condiciones, con marcos legales y un mensaje claro al mundo, de que México defendió y defendería nuestra soberanía.
Con otras formas y otros estilos, por otras razones, las amenazas contra nuestra soberanía persisten. Hay una insistencia del vecino del norte por intervenir en decisiones y acciones que sólo competen a México y a los mexicanos. Por eso entiendo el uso remarcado y enfático del concepto de soberanía de los últimos días.
Ese grito largo, trascendente y profundo de la presidenta Claudia Sheinbaum el 15 de septiembre pasado: “¡Viva México libre, independiente y soberano!”, tiene todo el sentido.