Nuestro país enfrenta una crisis de desapariciones sin precedentes. México acumula más de 115 mil personas registradas como desaparecidas o no localizadas, de acuerdo con cifras oficiales. Lo más doloroso es que no hablamos de números abstractos: cada registro corresponde a un rostro, a una vida arrancada, a una familia en duelo permanente. El 85% de los casos ocurrieron a partir de diciembre de 2006, lo que muestra la dimensión de un fenómeno sistémico que se ha profundizado en el contexto de la militarización de la seguridad pública. La desaparición forzada es una de las violaciones más graves a los derechos humanos porque, además de privar a las víctimas de su libertad, condena a sus familias a una incertidumbre brutal.
La ausencia de un ser querido no solo genera dolor, también destruye la certeza jurídica y económica de quienes dependen de él o de ella. Miles de familias no pueden acceder a pensiones, créditos, seguridad social o vivienda, porque el sistema exige un acta de defunción que no existe. Así, las víctimas indirectas son doblemente revictimizadas: primero por la desaparición, después por el Estado.
Conviene recordar que los avances legislativos que hoy existen no fueron dádivas del poder, sino conquistas de las familias organizadas. Fueron ellas, las madres, padres y colectivos de víctimas, quienes exigieron con su voz y su presencia la creación de la Ley General en Materia de Desaparición Forzada de Personas y del Sistema Nacional de Búsqueda en 2017.
Ellas sostienen día con día la búsqueda de sus seres queridos en campos, fosas y oficinas gubernamentales. Su fuerza moral abrió el camino para que hoy México cuente con un marco jurídico en la materia.
Pero ocho años después, debemos reconocer una verdad incómoda: las leyes no han sido suficientes. El problema no es la ausencia de normas, sino la falta de armonización legal, de recursos, de coordinación y de voluntad política. Tenemos más de cincuenta ordenamientos relacionados con desapariciones y un centenar de instituciones involucradas en la búsqueda y la atención, pero ninguna logra garantizar lo esencial: que las familias tengan derechos plenos y acceso a la justicia. De nada sirve que existan decenas de leyes si en la práctica las familias siguen excluidas de sus derechos.
Frente a esta realidad, hemos decidido dar un paso más. La iniciativa que presentaré en la Cámara de Diputados propone reformas y adiciones a la Ley General en Materia de Desaparición Forzada de Personas, a la Ley del Seguro Social, a la Ley del ISSSTE, a la Ley Federal del Trabajo y a la Ley del INFONAVIT.
Buscamos reconocer a las personas desaparecidas que hayan tenido una relación laboral como sujetas de todos sus derechos laborales, para que sus familiares puedan acceder a pensiones de viudez, orfandad o ascendencia. Que las cuotas de seguridad social que pagan sus patrones hasta por cinco años, den las prestaciones necesarias a sus familias, aunque la persona trabajadora no esté presente. Que los créditos de vivienda incluyan casos de desaparición y que la Declaración Especial de Ausencia funcione como lo que debe ser: un instrumento de justicia, no una puerta cerrada. Con esta iniciativa damos un paso firme para que ninguna familia quede en el limbo legal cuando enfrenta la desaparición de un ser querido. No se trata solo de legislar; se trata de garantizar justicia, dignidad y paz para quienes hoy viven en la incertidumbre.
La desaparición forzada no es un problema aislado de seguridad; es una crisis humanitaria, legal y social. Mientras el número de casos crece día con día, las instituciones creadas para dar respuesta enfrentan sus propios límites: falta de presupuesto, de personal especializado, de liderazgo coordinado. Se ha legislado mucho, pero se ha planificado poco. Un país sin estrategia integral para enfrentar la desaparición corre el riesgo de normalizar lo inaceptable, por eso desde el Poder Legislativo tenemos una obligación moral y constitucional: construir leyes que reparen el tejido social, cierren espacios de impunidad y pongan la dignidad humana en el centro de la acción pública. El Estado mexicano no puede seguir respondiendo con trámites engorrosos ni con silencios burocráticos a quienes claman por justicia.
Aprobar esta reforma que propongo es avanzar hacia un país que no abandone a las familias en la desesperanza. Es reconocer que las garantías sociales y económicas deben sostenerse incluso en los momentos más oscuros. En cada artículo propuesto, en cada reforma planteada, está el reflejo de un compromiso con la justicia, la equidad y la paz. Porque la desaparición forzada no solo arrebata vidas: también arrebata futuro. Nuestra responsabilidad como legisladores es que el Estado no se convierta en cómplice del abandono. Y nuestra convicción es clara: la justicia social no puede esperar.