La muerte de Nicole, una adolescente de 14 años, en Durango, tras someterse a una cirugía estética, no fue un accidente. Fue el resultado de una cadena de omisiones y vacíos legales que hoy cuestan una vida. Lo más grave es que nadie, ni el médico, ni las autoridades, ni la propia ley, tuvieron una herramienta efectiva para impedirlo. En México, una menor puede ser operada por motivos estéticos con el consentimiento de un adulto, aunque no exista justificación médica ni valoración psicológica. Eso no es libertad: es negligencia institucional.
La historia de Nicole no debería ser una nota roja, sino un parteaguas legislativo. Una adolescente murió por una decisión que el Estado permitió. No hay manera de justificar que el bisturí llegue antes que la madurez, ni que la belleza se imponga sobre la vida. Por eso he decidido presentar una iniciativa para reformar la Ley General de Salud: para que ninguna niña vuelva a morir por una cirugía que nunca debió practicarse.
Nuestro marco legal actual parece hecho para mirar hacia otro lado. El artículo 272 Bis de la Ley General de Salud habla de licencias sanitarias y cédulas profesionales, pero calla sobre lo esencial: quién puede, y quién no puede, someterse a una intervención estética. Ese silencio ha sido cómplice de un fenómeno cada vez más desbordado. En México se realizan más de 1.2 millones de procedimientos estéticos cada año; somos el sexto país del mundo en volumen. Pero también uno donde la supervisión es mínima, las clínicas irregulares se multiplican y la Cofepris apenas alcanza a cerrar unas cuantas decenas de establecimientos cada año. El resultado es un ecosistema donde la apariencia pesa más que la regulación.
No podemos ignorar que detrás de cada bisturí hay una industria millonaria que se alimenta de la inseguridad, del miedo a no ser suficiente, del mandato social de “arreglarse” para ser aceptada. Las redes sociales y la publicidad han convertido la cirugía estética en un ritual de pertenencia. Las adolescentes aprenden antes a filtrar una foto que a identificar los riesgos de una operación. Influencers promocionan clínicas sin autorización, se ofrecen descuentos en paquetes “para quinceañeras”, y la normalización de lo superficial avanza más rápido que cualquier intento de regulación. Basta con meterse a estimular un poco el algoritmo de las redes para recibir un sinfín de propuestas para realizarse cirugías estéticas.
¿Cuándo se volvió aceptable que la infancia tuviera fecha de caducidad?
La presión estética es hoy una forma de violencia. Y cuando esa presión se traduce en bisturí, anestesia y muerte, ya no hablamos de libertad individual, sino de omisión del Estado. Porque el consentimiento no siempre es suficiente: una niña puede desear lo que la sociedad le impone. Por eso el Estado debe poner límites, no desde la censura, sino desde la protección.
Nadie está diciendo que la cirugía estética sea ilegítima; lo que es inadmisible es que se aplique en menores sin evaluación médica, sin contención psicológica y sin control sanitario. Eso no es derecho a decidir: es abandono legal.
La legislación mexicana tiene que ponerse al día con la realidad social y tecnológica que hoy moldea los cuerpos. Regular no es prohibir; es cuidar. La iniciativa que propondré busca precisamente eso: que se prohíban los procedimientos estéticos en menores de edad cuando no haya razón médica o reconstructiva; que toda persona que busque una cirugía de este tipo pase por una valoración médica y psicológica; y que la publicidad engañosa, los consultorios sin licencia y los falsos especialistas sean sancionados con el peso de la ley.
Pero más allá del texto legislativo, necesitamos un cambio de enfoque. La salud no es solo física: también es emocional. Debemos entender que la autoestima no se construye con bisturí, sino con acompañamiento, educación y entornos donde una adolescente no sienta que su cuerpo necesita ser corregido para merecer amor o aceptación. Si la ley sigue siendo laxa, los consultorios seguirán llenos y los hospitales seguirán vacíos de justicia.
Nicole no murió por vanidad, ni por un error médico aislado. Murió porque el Estado no tuvo el valor de poner un alto. Porque las autoridades han permitido que la estética sea una industria sin reglas, porque la sociedad confunde empoderamiento con autocastigo, y porque seguimos creyendo que el cuerpo femenino está a disposición de todos: del mercado, de la opinión, del bisturí.
No hay muerte más absurda que la que ocurre por una ley incompleta. No hay mejor homenaje que convertir esa ausencia en un cambio. Si su nombre sirve para que corrijamos el rumbo, que así sea. Que la historia de Nicole sea la última que se escriba con bisturí.
Porque un país que no protege la vida de sus niñas no puede presumir de tener leyes modernas, porque la verdadera belleza del Estado no está en su discurso, sino en su capacidad de cuidar.