El 30 de septiembre pasado, en Quantico, Virginia, Donald Trump reunió a casi 800 oficiales y generales para presentar su nueva doctrina militar, al menos así lo anunció. Al frente del evento, Pete Hegseth, el ahora “secretario de guerra” estadunidense, título que cayó en desuso luego de la Segunda Guerra Mundial y que se resucitó recientemente por orden ejecutiva y sin pasar por aprobación del Congreso. La reunión fue un gesto simbólico, teatral, pero no por ello menos revelador. En la mente de Trump y Hegseth, Estados Unidos debe “regresar” –no sabemos cuándo dejó de serlo– a ser un país que “hace la guerra”.
Más allá de las intervenciones militares y de inteligencia en infinidad de países desde la SGM, es claro que desde 1947, cuando se adoptó el término “Defensa”, Estados Unidos no ha obtenido victorias militares. Corea terminó en armisticio, Vietnam en retirada y Afganistán en sendos enredos de más de una década de duración. El discurso entonces, más que aludir a victorias militares contundentes en la historia de EE.UU., parece aludir a la época de hacer y deshacer a su antojo durante la Guerra Fría. Intervenciones, golpes de Estado, financiamiento de grupos paramilitares, apoyo a dictaduras militares, labores de inteligencia que irrespetaban cualquier frontera del mundo.
Quizás a eso se refiera, en realidad y con profunda melancolía, Hegseth, al insistir en que el ejército de su país debe dejar atrás la “cultura del legalismo” y las “reglas políticamente correctas”. Propuso desoír las reglas de enfrentamiento o combate que dan forma a las convenciones de Ginebra y el Derecho Internacional Humanitario, normas que regulan cuándo, cómo y en qué medida está permitido el uso de la fuerza. Que lo diga un secretario (de Guerra) al tiempo que llama a mayor letalidad (sic) de las fuerzas armadas es por demás cínico y preocupante.
Hegseth lo explicó con su habitual “showbiz” que heredó de su época como presentador de Fox News: el ejército, dijo, se ha debilitado por culpa del “wokeismo”, de la diversidad, y de lo que él llama “la guerra contra los guerreros”. En su lógica, entrenar soldados para respetar límites legales o morales es educarlos para perder. Su libro “The War on Warriors” ya anticipaba este giro: una defensa de la brutalidad como supuesta virtud patriótica y una crítica a la ética contemporánea como síntoma de decadencia. Curiosamente en el discurso Trump-Hegseth, “restaurar el orden” significa actuar fuera de toda regla.
El giro que piensan impulsar no es técnico, sino político. Un país que intenta recuperar “autoridad” a través de la fuerza. Estados Unidos vive el espejismo de que su declive se debe a una pérdida de agresividad, cuando en realidad se trata de algo más profundo: el evidente abismo histórico entre el discurso de democracia, libertad y defensa de derechos frente a la realidad del actuar del hegemón mundial a lo largo del siglo XX y lo que va del XXI. Brecha que se ha hecho evidente a luz de los ojos de todo el mundo, entre otras cosas, por el apoyo al genocidio del gobierno de Netanyahu en Gaza.
El complejo militar-industrial estadunidense tiene décadas poniéndose en evidencia. Proponer sustituir el proyecto liberal por un nacionalismo armado, donde la guerra no es un instrumento sino una identidad, traerá problemas al exterior pero también al interior de los Estados Unidos. La exaltación de la guerra como terapia moral para un país que siente que ya no domina el mundo.
La propuesta es un relato que nombra muchos enemigos, incluso supuestos enemigos internos como lo dijo Trump durante la reunión. Un relato que ha probado hasta el momento ser peligroso allende las fronteras de EE.UU., pero que se vuelve más abusivo y autoritario también al interior. Trump pierde de vista la lección histórica de la que viene la Pax Americana: al hacer de la guerra un hábito se acaba perdiendo aquello que se decía proteger. La contradicción es demasiado evidente, demasiado burda para no hacer mella. Y en ese sentido, más que renacer, el imperio parece ensayar un último acto de nostalgia.