Se dice que las constituciones políticas son el reflejo de las luchas sociales y los momentos fundacionales de las naciones. Representan no solo el diseño jurídico del poder, sino también la aspiración de una sociedad hacia el orden, la justicia y la dignidad. La nuestra, sin embargo, es una Constitución excesivamente reformada, trastocada y, en muchos casos, parchada sin técnica ni visión de conjunto. A lo largo de sus 108 años de existencia, la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos ha sido reformada 837 veces, lo que la convierte en la más reformada del mundo.
Por sí sola, la frecuencia de las reformas no tendría que ser un problema. El México de 1917 es, por supuesto, muy distinto al México de 2025. El verdadero conflicto radica en la forma y calidad de muchas de esas reformas. En demasiadas ocasiones se ha legislado sin técnica, sin armonización normativa, y sin el cuidado mínimo que debe exigirse al tocar el documento jurídico más importante del país. El resultado es una Constitución desordenada, plagada de errores de redacción, inconsistencias internas, vacíos, redundancias, normas caducas y disposiciones inoperantes.
Errores de dedo, inconexiones y contradicciones conviven impunemente en el texto constitucional. Por ejemplo, en los artículos 27, 28, 47, 72, 90, 111, 115, 117 y 123, se han identificado al menos 13 errores de redacción, algunos vigentes desde 1917, otros producto de reformas recientes. Hay casos en los que se escribió “le” en lugar de “la”, dejando evidencia de un descuido imperdonable para un texto de esta jerarquía.
Pero no solo se trata de errores formales. También persisten disposiciones obsoletas o superadas por la realidad. El artículo 47, por ejemplo, establece que: “El Estado del [sic] Nayarit tendrá la extensión territorial y límites que comprende actualmente el Territorio de Tepic”, una disposición innecesaria hoy en día, considerando que el artículo 43 ya enumera claramente a Nayarit como parte integrante de la Federación. Es un vestigio que debió haber sido derogado hace décadas, y sin embargo ahí sigue.
En el mismo tono anacrónico, el artículo 73 establece que el Congreso puede imponer contribuciones al aguamiel y productos de su fermentación, una referencia directa al pulque, bebida típica del México posrevolucionario pero hoy marginal en el consumo nacional. ¿Por qué permanece una facultad tributaria para un producto que ya no representa un bien de consumo relevante? Probablemente porque nadie se ha tomado el tiempo de hacer una revisión integral del texto, o simplemente porque se ha normalizado la negligencia constitucional.
Existen también preceptos que, aunque vigentes en papel, nunca han sido operativos. El artículo 38, fracción I, por ejemplo, establece que quien se niegue sin causa justificada a votar perderá sus prerrogativas como ciudadano por un año. Sin embargo, al no existir norma secundaria que regule su aplicación ni autoridad que la haga efectiva, la disposición es letra muerta. Aun si se aplicara, el impacto sería simbólico, ya que las elecciones se celebran cada tres o seis años, y la sanción carecería de efecto práctico.
Nuestra Constitución, por tanto, no sólo está envejecida en partes, sino que refleja un patrón de descuido legislativo que habla de algo más profundo: una falta de respeto institucional por el orden normativo. La Constitución debería ser una guía clara, coherente y ordenada, no una colección de parches acumulados por inercias políticas o descuidos técnicos.
El texto constitucional es, o debería ser, un espejo del país que aspiramos a construir. Si aceptamos tener una Constitución caótica, inexacta y saturada de normas irrelevantes, entonces aceptamos vivir en un país que también renuncia a la claridad, la legalidad y la modernidad. Una reforma integral, técnica y desideologizada de la Constitución no es una ocurrencia: es una urgencia para un país que se toma en serio su futuro.