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Anuar García Gutiérrez
Anuar García Gutiérrez
Doctor en Derecho, Presidente de México SOS capítulo Jalisco, Abogado Litigante en materia penal, con Maestrías en Derecho Público y en Sistema Acusatorio Adversarial, con especialidades en Derecho Penal sustantivo, Derecho Penal Procesal, Derecho Constitucional y Amparo, así como poseedor del Posdoctorado en Derecho Penal.

La simulación como estrategia de Seguridad en México

22 octubre 2025
|
05:00
Actualizada
23:03

La realidad política de México en materia de seguridad se encuentra atrapada en una simulación institucional donde el discurso se ha convertido en sustituto de los resultados. Los gobiernos, tanto estatales como federales, han optado por mantener una narrativa de control y optimismo que choca con la vida cotidiana de los ciudadanos. Mientras en los informes se presume una reducción de delitos y un fortalecimiento de las estrategias de seguridad, en las calles se respira miedo, desconfianza y una violencia que no deja de expandirse.

La delincuencia organizada ha dejado de ser un actor periférico para convertirse en parte del sistema. Las estructuras criminales se han infiltrado en los espacios políticos, económicos y sociales, logrando una convivencia peligrosa con las instituciones del Estado. Los delitos graves: asesinatos, extorsión, desapariciones, lavado de dinero y corrupción, son ahora el reflejo de una descomposición sostenida por la impunidad y por la falta de voluntad real de quienes deberían garantizar la ley.

El mes de octubre de este año dejó ver con claridad el rostro de esta crisis. El asesinato de Bernardo Bravo, líder de los productores de limón en el Valle de Apatzingán, Michoacán, se convirtió en símbolo del costo de decir la verdad en un país donde denunciar es casi una sentencia de muerte. Bravo había hecho públicas las constantes extorsiones que sufrían los productores agrícolas y exigía protección del Estado. Días después, fue encontrado sin vida dentro de su vehículo, con impactos de arma de fuego. Su caso no sólo refleja el poder de la delincuencia, sino la fragilidad del ciudadano frente a la ausencia del Estado. En México, levantar la voz para exigir justicia o denunciar corrupción se ha vuelto una condena, y callar, una forma de sobrevivir.

Paralelamente, Jalisco continúa siendo epicentro de hallazgos de fosas clandestinas y restos humanos que exponen la magnitud del problema de desapariciones. Las cifras oficiales hablan de más de quince mil personas desaparecidas, pero la verdadera tragedia se mide en los rostros de las familias que siguen buscando a sus seres queridos sin apoyo, sin respuestas y sin esperanza. Cada fosa descubierta es la evidencia de una estructura institucional colapsada y de una sociedad que poco a poco normaliza el horror.

A la anterior crisis se suma la reciente detención en Jalisco de un funcionario vinculado al sector transporte, quien mantenía estrechos lazos con políticos locales y es señalado por presunta participación en delitos de corrupción y extorsión. Este hecho, lejos de ser aislado, confirma lo que la ciudadanía percibe desde hace años: la línea entre la función pública y los intereses delictivos es cada vez más delgada.

En lugar de combatir al crimen, muchos servidores públicos terminan participando en su engranaje, amparados por relaciones políticas y redes de complicidad. Casos como este muestran que el problema de la corrupción institucional no se combate desde los discursos, sino desde el poder que se niega a autorregularse.

Después de ese suceso, se hizo evidente otro aspecto que exhibe la fragilidad del Estado mexicano: la presión internacional en temas de seguridad. La reciente revocación de visas a más de cincuenta políticos y funcionarios por parte del gobierno de Estados Unidos volvió a demostrar que las decisiones más relevantes en materia de seguridad parecen impulsarse desde fuera, y no desde la voluntad interna de corregir el rumbo. Este tipo de sanciones, lejos de fortalecer la soberanía nacional, ponen en evidencia que otro país debe intervenir para forzar acciones que México debería asumir por responsabilidad propia. Es alarmante que la motivación para investigar, sancionar o depurar estructuras corruptas no nazca del deber institucional, sino del miedo a la presión extranjera, a la revocación de visas o a la persecución judicial en Estados Unidos por delitos relacionados a narcotráfico, ahora perseguido como terrorismo internacional.

Los anteriores sucesos, ocurridos en un solo mes, muestran con crudeza que México vive una crisis estructural donde la simulación ha reemplazado la acción. Las cifras maquilladas no pueden ocultar la pérdida de confianza, la desesperanza de las víctimas ni la expansión del poder criminal. Los discursos oficiales se repiten como un libreto ensayado mientras la justicia se desmorona en los hechos. La impunidad se ha vuelto norma y la violencia, un idioma cotidiano que la sociedad aprende a entender a la fuerza.

El país necesita con urgencia una transformación que no parta de la propaganda, sino de la voluntad política y moral de quienes gobiernan. No se trata de presentar estadísticas favorables, sino de devolver la seguridad, la dignidad y la verdad a la ciudadanía. Porque cuando alzar la voz cuesta la vida, cuando las fosas sustituyen a los tribunales y cuando las decisiones dependen de la presión extranjera, el Estado deja de ser garante y se convierte en espectador. En el silencio institucional, lo que muere no es la justicia, sino la esperanza de volver a creer en ella.

*Las opiniones y contenidos en este texto son responsabilidad total del autor y no de este medio de comunicación.
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