Dina Boluarte cayó. La mujer que asumió el poder tras el derrocamiento de Pedro Castillo (un golpe institucional disfrazado de legalidad) y que luego presidió uno de los gobiernos más represivos del siglo XXI en América Latina, fue finalmente destituida. Pero que nadie cante victoria. Su salida no es un triunfo democrático ni una señal de regeneración. Es apenas otro capítulo en el guion agotado de un país secuestrado por su élite política, económica y mediática.
El caso Castillo debería verse con mayor detenimiento. Se trató de un presidente electo, con todas sus torpezas, al que nunca se le permitió gobernar. Desde el primer día, el Congreso, dominado por una derecha que jamás aceptó que un maestro rural, sindicalista e indígena ocupara la presidencia, trabajó sistemáticamente para deslegitimarlo, recortarle funciones y buscar su caída. Lo cercaron con mociones de vacancia, lo bombardearon mediáticamente y lo empujaron a una encerrona. Cuando Castillo, en un gesto desesperado y sin respaldo, intentó disolver el Congreso, la maquinaria institucional reaccionó de inmediato: fue destituido, arrestado y silenciado. Fue un golpe ejecutado no con tanques sino con votos congresales, titulares de prensa y maniobras judiciales. Y entonces entró Boluarte: la figura “moderada”, la vicepresidenta que no dudó en aliarse con los verdugos de su propio gobierno.
Gobernó para ellos, no para el pueblo. Su mandato se sostuvo con represión sistemática: más de 60 peruanos asesinados en protestas, en su mayoría campesinos e indígenas. No fue un exceso aislado ni una desviación del curso institucional; fue el uso deliberado de la fuerza estatal como herramienta de control político. Mientras tanto, Boluarte se presentaba como garante de estabilidad, con el aval de medios, empresarios y embajadas. Su impopularidad de no creerse, 4% de aprobación.
Aquí es donde encontramos el verdadero núcleo del problema: en el Perú actual, la presidencia no funciona como un instrumento de representación nacional, sino como un mecanismo utilitario para garantizar la continuidad de intereses corporativos y de una élite desconectada del país profundo. La figura presidencial es tolerada en tanto administre el poder sin cuestionarlo.
Boluarte cayó, sí. Pero no cayó el sistema. Ese sigue intacto: el de los presidentes descartables, los congresos autoritarios, los medios al servicio del statu quo, y un racismo estructural que criminaliza la disidencia popular.
Lo que necesita el Perú no es otro nombre en Palacio, sino otro pacto social, cimentado en una nueva Constitución. Una que no permita vacancias exprés ni gobiernos sostenidos por el miedo. La actual Carta Magna, heredada del fujimorismo de 1993, fue diseñada para bloquear transformaciones estructurales y blindar al poder económico. Y es precisamente esa arquitectura la que mantiene a las mayorías populares fuera del juego democrático.
No es la primera vez que Perú vive esta fractura. En los años ochenta, el país fue sacudido por demandas de justicia social que, sin encontrar cauce político, derivaron en violencia extrema y el surgimiento de Sendero Luminoso. La izquierda institucional fue arrasada, y desde entonces, cualquier proyecto popular ha sido sistemáticamente desarticulado. El resultado: una democracia somera y formal donde los de siempre ganan, y los de abajo solo cuentan cuando se necesita su voto.
Hoy, más que nunca, Perú necesita romper ese ciclo. La democracia peruana necesita memoria, justicia y una refundación institucional profunda porque inguna nación puede sostenerse eternamente sobre el silencio impuesto a sus mayorías. Tarde o temprano, esa voz vuelve y exige ser historia.