Hace unos días detuve en seco a un diputado federal de Morena, José Luis Montalvo. En plena sesión de la Cámara de Diputados, comparó la relación entre el PRI y el PAN con los “noviazgos violentos donde el hombre le dice a la mujer que no volverá a pegarle”. Así, sin rubor. Lo dijo entre risas, como si la violencia contra las mujeres fuera un chiste más del repertorio político.
Le respondí, porque no se puede dejar pasar algo así. Porque la violencia también se ejerce con palabras, y cada vez que alguien en el poder la banaliza, normaliza la agresión que vivimos a diario. Los golpes siempre empiezan con frases, y los silencios cómplices son su aplauso.
Y justo cuando uno cree que no pueden superarse en misoginia, aparece otro ejemplo. El del gobernador de Sinaloa, Rubén Rocha Moya, quien al nombrar a Yeraldine Bonilla Valverde como secretaria general de Gobierno —la primera mujer en ese cargo en la historia del Estado— recordó públicamente que ella había sido, según sus propias palabras, “una meserita de una lonchería de Dimas”.
Así, con diminutivo incluido. “Meserita”. No una abogada, no una diputada, no una servidora pública. Una “meserita”. Y lo dijo con el tono del que cree estar contando una anécdota entrañable, sin darse cuenta de que en esa sola palabra cargó siglos de desprecio, clasismo y condescendencia.
Luego se disculpó, como todos. Dijo que estaba orgulloso, que fue un malentendido.
Pero la disculpa no borra el tufo del machismo: esa necesidad de marcar jerarquía, de recordarle a una mujer de dónde “viene”, como si eso la hiciera menos merecedora del cargo. Rocha no narró una historia de superación: reafirmó su papel de patriarca que “reconoce” a la mujer que asciende, pero siempre desde su mirada y bajo su permiso.
Y ahí está el verdadero problema. Vivimos en un país con leyes avanzadas, con paridad constitucional y campañas institucionales llenas de moños morados. Pero los espacios que deberían ser más seguros para las mujeres —el hogar, el trabajo y los institucionales— siguen habitados por hombres que no han entendido nada.
Los hombres que tienen poder se llenan la boca hablando de igualdad, pero siguen usando el pedestal para explicarnos quiénes somos, cómo llegamos y hasta insinuar que debemos sentirnos agradecidas.
El machismo en la política ya no se disfraza de agresión abierta; ahora se maquilla de halago. Se cuela en los diminutivos, en los chistes, en los discursos que “reconocen” a las mujeres como si fueran actos de caridad. Ni más ni menos, es el patriarcado con corbata y sonrisa institucional. Los gobiernos y los congresos que presumen tener paridad siguen viendo a las mujeres como cuota o adorno.
Porque sí: en México el machismo tiene fuero. Se protege tras la investidura, se ampara en el cargo, se disfraza de progreso. Lo escuchamos todos los días en los discursos que parecen elogios, pero huelen a control. En las bromas que dicen ser inocentes, pero siguen humillando. En los gobernantes que piden perdón, pero nunca aprenden.
Y no hay nada más peligroso que un hombre en el poder que se dice aliado del feminismo y sigue actuando como si el poder fuera suyo. Porque la violencia no sólo se mide en golpes o leyes incumplidas: también en la forma en que se habla. Y cuando un gobernador llama “meserita” a una mujer que gobierna, está ejerciendo violencia simbólica, institucional y profundamente política.
El problema no está en las leyes, sino en la mentalidad de quienes las aplican. Y mientras el poder siga hablando con voz de macho, y el machismo siga teniendo fuero, la igualdad seguirá siendo puro discurso.