La reciente publicación del Índice de Estado de Derecho (IED) revela algo que muchos sentimos, pero pocos reconocen: México está retrocediendo en los fundamentos que sostienen la convivencia democrática. Nuestro país ocupa el lugar 121 de 143 naciones evaluadas, con una caída sostenida en su puntuación durante la última década. En esta medición, mientras más se acerca la calificación a 1, mejor es el desempeño. Sin embargo, México pasó de 0.48 en 2015 a 0.40 en 2025, lo que lo coloca en el puesto 28 de 32 países de la región, superando apenas a Bolivia (0.37), Nicaragua (0.33), Haití (0.32) y Venezuela (0.26).
El IED no es una encuesta de percepción, sino un análisis integral que mide si la ley se cumple, si los poderes públicos se sujetan a ella y si las personas pueden reclamar cuando sus derechos son vulnerados. Por ello, que México aparezca cada vez más abajo en el ranking no es un dato anecdótico ni un tecnicismo: es una señal de alarma, un llamado de atención para quienes creemos que el Estado de derecho es la base sobre la que se sostiene toda democracia.
¿Por qué sucede esto? Primero, porque vivimos en un país donde a veces la norma parece tener más valor en el papel que en la práctica. Si una autoridad promete transparencia, pero luego decide ocultar información, la confianza se quiebra. Si una ley se aprueba, pero no se cumple con sanciones claras, la gente aprende y cree que “la ley es para otros, no para ellos”. Y esa enseñanza no tarda en propagarse hasta las acciones cotidianas de cada persona. Segundo, porque los mecanismos de supervisión y fiscalización —los que debieran vigilar al poder— han perdido fuerza o son percibidos como débiles. Cuando la ciudadanía mira a su alrededor y ve autoridades que se solapan unas a otras, o que toleran favores, nepotismos o pactos, el mensaje es claro: el poder opera fuera del alcance de la norma.
Esto no sólo importa a quienes trabajamos en el gobierno o en la academia. Si la ley no se cumple, el que busca empleo verá que los contratos públicos se otorgan sin criterios transparentes; el agricultor que invierta sabrá que un trámite puede quedarse sin respuesta; la persona que reclama justicia verá que no basta con ganar un juicio: debe ganar una batalla frente a burocracias, desmanes y una cultura donde el “arreglo arriba” pesa más que la razón. Cuando México baja en ese Índice, esos efectos los vivimos día a día.
Pero hay esperanza. No todo está perdido. Reconocer el problema es el primer paso. Luego viene el esfuerzo de quienes, desde el Legislativo, el Judicial, los diseñadores de políticas públicas o los ciudadanos organizados, trabajan para que la ley no sea letra muerta. Cuando un periodista consigue que se publique una nómina, cuando una autoridad acepta la auditoría ciudadana, cuando un juez dicta un fallo en contra de un poderoso, se envía un mensaje claro: la norma sirve. México puede remontar ese lugar en el Índice si se cuida lo mínimo: que las promesas de la ley tengan efecto real; que quien gobierna esté bajo escrutinio; que las víctimas sepan que habrá justicia; que el futuro no quede en manos de amigos, sino de reglas.
En definitiva: ese lugar que México ocupa en el Índice de Estado de Derecho es un reflejo de lo que hacemos todos, como sociedad. Y cada vez que permitimos que la ley se quede sin dientes, o que quienes gobiernan olviden que su poder está para servir, no solo perdemos posiciones en un ranking, sino algo mucho más valioso: la confianza, la equidad y el futuro.