En México ya no matan solo a quienes incomodan al poder. Matan a quienes todavía creen en él. El asesinato de Carlos Manzo Rodríguez, alcalde de Uruapan, no fue un acto aislado de violencia; fue una ejecución con mensaje político al Estado y a la ciudadanía en los territorios donde el crimen manda. Carlos no era un improvisado ni un político dócil. Había sido diputado federal, conocía los hilos del poder, pero decidió enfrentar lo que muchos prefieren callar: la infiltración del crimen en el gobierno municipal.
Lo hizo con nombre y apellido. Subía videos, denunciaba cobros de piso, exponía a funcionarios y exigía respaldo federal. En un país donde los pactos con el narco se sellan con silencios, rompió la regla de oro: no confrontar al poder real. Y en México, desafiar al poder real —aunque vistas el cargo legítimo— puede costarte la vida.
Uruapan es el corazón económico de Michoacán, donde se da el oro verde, el aguacate. Pero también es la tierra donde desde hace dos décadas el crimen se institucionalizó y se ciudadanizó. Los grupos armados ya no se disputan solo rutas de droga, sino también impuestos, terrenos, mercados y elecciones. Durante años, los gobiernos estatales y federales se han limitado a administrar la violencia, no a resolverla. El asesinato del alcalde, en pleno festival de Día de Muertos, es una bofetada pública al discurso del “ya estamos recuperando el control”.
Si un alcalde con escoltas de la Guardia Nacional puede ser ejecutado en el centro de su ciudad, frente a su pueblo, ¿de qué control hablamos? Manzo no murió solo a manos del narco. Murió por la indiferencia de un sistema de seguridad fragmentado, donde los municipios piden auxilio, los estados se deslindan y la federación llega siempre después de los balazos. Murió por la cobardía política que ha normalizado la violencia como parte del paisaje electoral. Y murió porque el poder público se ha vuelto incapaz de proteger incluso a sus representantes.
Detrás de cada asesinato de un alcalde o alcaldesa hay una historia de abandono institucional. Los gobiernos municipales son la primera línea de contacto entre la ciudadanía y el Estado, pero también son el eslabón más débil: sin recursos, con una carga administrativa tremenda, sin policías eficientes y sin respaldo federal. Cuando el crimen decide quién gobierna y quién no, ya no hablamos de violencia: hablamos de sustitución del Estado.
Lo de Uruapan no es una tragedia local; es una advertencia nacional. Los cárteles han dejado de ser organizaciones criminales para convertirse en poderes territoriales paralelos. Cobran impuestos, imponen candidaturas, dictan horarios y ahora deciden quién puede ser alcalde. El asesinato de Carlos Manzo no solo mata a un hombre: erosiona la credibilidad del sistema en su más amplio sentido.
El gobierno federal prometió una estrategia con inteligencia, pero el crimen respondió con impunidad. Prometió control territorial, y el narco le contestó con fuego en una plaza pública. La muerte del alcalde de Uruapan es un punto de quiebre: si no hay justicia y acciones, no habrá narrativa que aguante. No bastan condolencias ni conferencias de prensa.
Estamos en un punto donde la Guardia Nacional solo funciona para llegar a recoger los casquillos.
Carlos Manzo será recordado no solo como una víctima, sino como un símbolo de lo que ocurre cuando la política decide enfrentar la violencia y el Estado no la respalda. Lo mataron porque se negó a normalizar la extorsión. Lo mataron porque quiso ser autoridad y no rehén. Y lo mataron porque en México, ser valiente es un suicidio.