Cuando el 3 de noviembre de 2025 falleció Dick Cheney a los 84 años, tras años de complicaciones cardíacas, no murió solo un ex vicepresidente, sino una figura clave en la arquitectura del poder estadunidense posterior al 11 de septiembre. Cheney fue mucho más que el segundo de George W. Bush: encarnó, promovió y sofisticó una doctrina de intervención global que reconfiguró el papel de EE.UU. en el escenario internacional del siglo XXI. Se le reconoce como la personificación del “halcón” en política exterior: una figura que defendía el uso unilateral de la fuerza, incluso al margen del derecho internacional, que insistía en afirmar la primacía militar de EE.UU. y que estaba dispuesta a debilitar los marcos multilaterales en favor de acciones directas al servicio de los intereses de Washington.
En efecto, si el término “halcón” ha sido usado con tanta frecuencia en el escenario político estadunidense de las últimas décadas, es en parte debido a Cheney. Como secretario de Defensa bajo George H. W. Bush (1989–1993) y luego como vicepresidente (2001–2009), contribuyó a consolidar una visión de Estados Unidos como potencia. Un Estado que se ha reservado al capacidad y posibilidad de intervenir donde lo ha juzgado necesario en pos de la preservación de su hegemonía. Cheney fue, por ejemplo, uno de los principales impulsores de la invasión a Iraq en 2003; arguyó sin tapujos que el régimen de Saddam Hussein poseía armas de destrucción masiva y aseguró que representaba una amenaza estratégica inminente. Ninguna prueba sostuvo después esa afirmación, pero la invasión se dio.
El resultado fue devastador: se estima que murieron más de 200 mil civiles iraquíes por violencia directa, sin contar las consecuencias indirectas de una guerra prolongada, como el colapso del sistema de salud, los desplazamientos masivos y la descomposición del tejido social. Dos décadas después, la ocupación no trajo la prometida estabilidad ni la democratización de la que hablaban Cheney y otros, en cambio, dejó una sociedad marcada por la desconfianza institucional y la violencia sectaria.
Pero la intervención en Iraq no fue un caso aislado, sino parte de una serie más amplia de conflictos posteriores al 11 S (Afganistán, Yemen, Siria, Pakistán) que Estados Unidos condujo bajo la lógica de la guerra “preventiva” y la expansión de su influencia geopolítica. El saldo humano de ese ciclo bélico es abrumador: cientos de miles de civiles muertos, estados frágiles, oleadas de desplazamiento y una legitimidad internacional erosionada. Cheney no solo acompañó esa arquitectura: la diseñó, la justificó y la empujó como una política de Estado.
Curiosamente, en sus últimos años Richard “Dick” Bruce Cheney, emergió, dentro de las filas del Partido Republicano, como crítico frontal de Donald Trump. Condenó el asalto al Capitolio, denunció los intentos de Trump por socavar el sistema constitucional y defendió, junto a Liz Cheney, la vigencia de instituciones que él mismo, en su época, había tensado. Murió en cierto sentido como un “outsider” de su propio partido, desplazado por el nacionalismo populista que él nunca llegó a encarnar.
Y sin embargo, el halconismo que él simbolizó, esa doctrina de fuerza e intervención, reaparece hoy en figuras como el actual secretario de Estado, Marco Rubio, quien proyecta una versión renovada de esa misma lógica: retórica confrontativa, sanciones selectivas y una insistencia en la primacía de Estados Unidos. Con China como rival sistémico y nuevos intentos de injerencia en asuntos latinoamericanos y de otras latitudes, la doctrina que Cheney delineó, pervive.