La primera marcha a la que acudí fue en 2014. Tenía 23 años y asistí con un grupo de amigas para manifestarnos de manera pacífica. Nos unía la exigencia de justicia por los estudiantes de Ayotzinapa y el llamado a que el gobierno de entonces enfrentara la violencia. Fue una participación voluntaria, sin militancia partidista y motivada por el deseo de vivir en un México en paz, en una sociedad que no guarda silencio ante la injusticia.
Recordé ese momento —once años atrás— al ver las recientes marchas convocadas por integrantes de la llamada “Generación Z” en distintas ciudades del país. Impulsadas por el asesinato del exalcalde de Uruapan, Carlos Manzo, miles de personas salieron a las calles para exigir un alto a la violencia, a las desapariciones, a la corrupción y a la creciente incertidumbre sobre el rumbo nacional.
La presidenta Claudia Sheinbaum, al ser cuestionada sobre estas movilizaciones, optó por descalificarlas. Las atribuyó a una operación de la oposición y señaló que la participación juvenil había sido “limitada”.
Preocupa que la presidenta se concentre en los “quiénes” y no en los “porqués”. Que reduzca el tamaño del malestar al perfil de quienes marcharon; que dé más peso a los pocos actos de violencia que a las miles de expresiones pacíficas; que desvíe la conversación cuando lo urgente es atender el origen del hartazgo.
En las marchas de Guadalajara y de Ciudad de México se congregaron jóvenes, familias, personas mayores e incluso menores de edad. Había motivaciones distintas —y probablemente diferencias de opinión entre quienes participaron—, así como también quienes vieron una oportunidad para politizar la causa. Sin embargo, el debate de fondo no está en las etiquetas ideológicas, sino en la legitimidad de las demandas.
Como aquella joven de 23 años —la misma edad que hoy tienen muchas y muchos de quienes integran la Generación Z—, también hoy compartimos un anhelo común: un México en paz. Queremos vivir en un país más justo, más seguro y más digno. Y esas aspiraciones, independientemente de filias y fobias, son legítimas.
Ignorar las causas del hartazgo no hará que desaparezcan. La verdadera pregunta no es quién marchó, sino por qué. Y mientras el gobierno federal insista en responder la pregunta equivocada, seguirá incumpliendo su obligación democrática más básica: escuchar a la ciudadanía en igualdad de condiciones, hayan sido o no sus votantes.