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Héctor Ruiz López
Héctor Ruiz López
Profesor Investigador de la UdeG y analista Doctor en Estado de Derecho y Gobernanza Global, Maestro en Política y Gestión Pública, y en Derecho Constitucional.

¿Los gobiernos realmente gobiernan?

17 noviembre 2025
|
05:00
Actualizada
20:11

El equilibrio del poder ha sido, desde los orígenes del pensamiento político moderno, el cimiento de toda democracia funcional. Los pesos y contrapesos, la existencia de una oposición real y vigilante, no son obstáculos para gobernar: son los mecanismos que impiden que el poder se desborde. Robert Dahl lo explicaba con claridad al definir la poliarquía como aquel sistema en el que existe libertad de pensamiento, de expresión y, sobre todo, pluralismo; donde nadie posee la verdad absoluta ni la representación única de la voluntad popular.

Sin embargo, en tiempos recientes, la crítica se confunde con traición y la disidencia con enemistad. Se descalifica a las marchas y a los movimientos sociales bajo el argumento de que “vienen de la oposición”, como si eso fuera un pecado político. Pero precisamente esa es la función de la oposición: ser un contrapeso, un límite, un recordatorio de que el poder debe rendir cuentas. No hay democracia sin disenso. No hay libertad sin voces que incomoden.

Los movimientos sociales, las marchas y las protestas —vengan de donde vengan— son expresiones legítimas de una ciudadanía que percibe que algo no está bien. En la historia reciente, los cacerolazos en Argentina fueron la respuesta popular ante la devaluación y el desempleo; en Chile, las protestas de 2019 se encendieron por el aumento del transporte, pero en el fondo reflejaban un malestar acumulado por la desigualdad; en México, las manifestaciones por la inseguridad son el grito de una sociedad que ya no soporta más impunidad. Pensar que las protestas son válidas solo cuando uno las encabeza o las aprueba es una forma de negación política y de ceguera democrática.

La marcha de la Generación Z, por ejemplo, mostró esa pluralidad: no fueron solo jóvenes quienes participaron, sino personas de distintas edades y trayectorias. Pero todas coincidieron en lo esencial: la exigencia de un rumbo claro, de estrategia, de acciones efectivas frente a la inseguridad que lastima a millones de mexicanos. Lo que esta movilización deja ver no es una conspiración, sino un diagnóstico: el Estado ha perdido su capacidad de garantizar el derecho más básico, el de vivir sin miedo.

Descalificar estos movimientos, etiquetarlos de “políticos”, es desconocer que toda acción ciudadana lo es, en su sentido más noble. Protestar es un acto político, pero también ético. Es una manera de recordarle al poder que la legitimidad no se agota en las urnas, sino que se renueva todos los días en la calle, en la voz y en la conciencia de quienes exigen ser escuchados. La democracia no se sostiene solo desde los palacios de gobierno; se sostiene, también, desde las plazas, los pasos peatonales y los carteles improvisados.

En este contexto, vale recordar la pregunta provocadora de mi profesor Luis F. Aguilar: “¿Los gobiernos realmente gobiernan?”. No era una expresión de pesimismo, sino un desafío intelectual. Gobernar no es solo administrar recursos o emitir discursos: es producir resultados, garantizar derechos y ofrecer seguridad. Frente a la violencia diaria, a la expansión del crimen y a la vulnerabilidad generalizada, esa pregunta adquiere hoy un peso insoportable. ¿Gobiernan realmente los gobiernos cuando millones de personas viven con miedo e incertidumbre cuando salen al trabajo o la escuela? La inseguridad, más que cualquier protesta, es el verdadero indicador de la fragilidad del Estado. Mientras esa pregunta permanezca sin respuesta, la ciudadanía seguirá en las calles recordando que gobernar implica, ante todo, proteger la vida.

*Las opiniones y contenidos en este texto son responsabilidad total del autor y no de este medio de comunicación.
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