En México, el reloj laboral se ha detenido demasiado tiempo. Llevamos décadas sosteniendo un modelo de trabajo que premia la resistencia más que la productividad, la obediencia más que la creatividad, y que ha dejado cicatrices profundas en la salud, la vida familiar y la dignidad de millones de personas. La iniciativa para reducir la jornada laboral a 40 horas semanales no es una moda ni un capricho ideológico: es el intento más serio en décadas por devolverle al trabajo mexicano la humanidad que el sistema le quitó.
La realidad es clara: mientras en países desarrollados las jornadas se acortan para dar paso a modelos más eficientes, aquí seguimos midiendo el compromiso con base en el cansancio que tenemos al finalizar la jornada laboral. En México se trabaja más que en casi cualquier nación de la OCDE y, paradójicamente, se produce menos, se gana menos y se vive menos. Jornadas extenuantes, salarios estancados y un deterioro constante de la salud mental y física forman parte de la cotidianidad laboral.
En este punto de la historia, no se trata solo de productividad: se trata de justicia. Porque no hay economía sana si sus trabajadores y trabajadoras viven enfermos, agotados y desconectados de su vida personal. Ahí es donde comienza la merma social.
La discusión que esta semana se dará en la Cámara de Diputados tiene un peso histórico. No es solo una reforma a la Ley Federal del Trabajo, sino un punto de acuerdo de voluntades sobre cómo queremos construir el futuro del país.
Movimiento Ciudadano ha sido la fuerza que puso sobre la mesa esta agenda de avanzada —una que, dicho sea de paso, Morena terminó abrazando después de resistirla con los mismos argumentos que hoy repiten los sectores empresariales más conservadores—. Es curioso cómo aquello que primero tacharon de “riesgoso” o “populista” ahora es enarbolado como una bandera de transformación. Pero poco importa la autoría si el resultado es un México más justo.
Los argumentos en contra ya se conocen: que la economía no está lista, que el sector empresarial no podría sostener los costos, que la productividad caería. Son los mismos pretextos de siempre para posponer los derechos. Pero el verdadero problema no es de economía, sino de mentalidad. Las empresas que han entendido que un trabajador o trabajadora bien descansado, rinde mejor, si se opera con esquemas más flexibles y eficientes. No es casual que los países con jornadas más cortas sean también los más competitivos e incluso nos estén comiendo el mandado, como Chile o Brasil.
La reducción a 40 horas no se trata de trabajar menos, sino de trabajar mejor. De cambiar la ecuación y resignificar el valor del tiempo, el esfuerzo y la calidad de vida. De permitir que las y los trabajadores tengan tiempo para lo que el sistema les arrebató y ni las empresas ni los sindicatos les han devuelto: su familia, su salud, su descanso, su educación, su vida. Porque no hay economía sólida cuando su motor humano está desgastado.
Esta reforma puede detonar una nueva cultura laboral basada en la eficiencia, la confianza y el equilibrio. Pero su éxito no dependerá solo de la aprobación legislativa, sino de una transición cultural paulatina, acompañada de políticas públicas —como el Sistema Nacional de Cuidados— y capacitaciones que ayuden a las empresas a adaptarse sin temor.
Y sí, habrá resistencias. Habrá quienes vean en esta iniciativa una amenaza a sus márgenes de ganancia. Pero el costo de seguir aplazando esta discusión es infinitamente mayor. México no puede seguir siendo el país que presume récords de horas trabajadas con sueldos de miseria y condiciones precarias. La competitividad no se mide en horas, sino en resultados.
Estamos ante una oportunidad histórica. No se trata de una concesión ni de un favor: se trata de devolver un pedazo de dignidad. Las y los trabajadores de México han sostenido durante años un país desigual, soportando abusos patronales disfrazados de “compromiso” y renunciando a su tiempo personal como si fuera un privilegio y no un derecho. Por eso esta reforma no puede esperar más para que el tiempo libre deje de ser un lujo.
Ya no hay espacio para seguir “analizando” lo evidente. Los estudios, las mesas de diálogo, los foros empresariales ya ocurrieron. Lo que sigue es decidir de qué lado de la historia queremos estar: del lado de quienes siguen temiendo perder unos cuantos puntos de ganancia o del lado de quienes han perdido años enteros de vida en jornadas interminables. La Cámara de Diputados tiene frente a sí una decisión simple, pero trascendental. No se trata solo de aprobar una ley, sino de encender una nueva forma de entender el trabajo en México.
Y como suele ocurrir con los grandes cambios, habrá quienes se resistan, quienes exageren sus consecuencias y quienes intenten frenarlo con tecnicismos. Pero el reloj del cambio ya empezó a correr. Y México, por fin, merece recuperar el tiempo que le arrebataron.