México enfrenta uno de sus momentos más críticos en materia de seguridad y gobernabilidad. La percepción nacional es clara: el gobierno castiga a la ciudadanía mientras arropa, protege e incluso favorece a los delincuentes. No se trata solo de inseguridad, sino de una ruptura profunda entre el Estado y su población, una pérdida de confianza que el discurso oficial ya no logra maquillar.
El pasado 15 de noviembre miles de ciudadanos marcharon en todo el país para exigir seguridad, justicia y un alto a la impunidad. La protesta no fue partidista; fue social, legítima y nacida del hartazgo. Pero la presidenta no escuchó. En vez de atender las exigencias, eligió minimizar las manifestaciones, victimizarse y afirmar que se trataba de un ataque político en su contra. La respuesta gubernamental fue represión, no diálogo.
Hubo detenciones selectivas de manifestantes, imputándoles delitos para frenar la libre expresión. Además, policías atacaron a los ciudadanos con gas lacrimógeno y violencia física, como si ejercer un derecho constitucional fuera un acto criminal. El gobierno insistió en que las marchas estaban “orquestadas”, cuando todos sabemos que el origen fue el cansancio social ante un país donde la autoridad no protege y donde alzar la voz se vuelve peligroso.
Esta postura contrasta dolorosamente con la actuación del gobierno frente a los delincuentes. Mientras se reprime y se castiga a la ciudadanía que exige justicia y seguridad, los grupos delictivos continúan expandiéndose con libertad. Pareciera que gozan de más derechos humanos que sus víctimas. La autoridad es dura con el pueblo, pero complaciente con quienes realmente tienen al país sometido. Es una inversión perversa del sentido de justicia.
A esta crisis se añade otro frente alarmante: el gobierno está impulsando reformas judiciales diseñadas para acomodar el sistema a su favor, debilitando contrapesos, reduciendo la autonomía de los órganos de justicia y eliminando garantías para la ciudadanía. En lugar de fortalecer el Estado de derecho, busca someterlo. En lugar de proteger a la población, protege su permanencia y poder.
Paralelamente, la evaluación internacional más reciente de la ONU revela un panorama devastador para México. Entre sus conclusiones destacan:
• México se encuentra entre los países con más homicidios dolosos del mundo.
• Los delincuentes se han expandido sin contención estatal efectiva.
• Las desapariciones forzadas superan cifras históricas, sin investigaciones que avancen.
• La impunidad rebasa el 90 por ciento.
• Existen zonas con violencia equiparable a escenarios de conflicto armado.
• La violencia contra mujeres y jóvenes continúa incrementándose.
• Y el punto más contundente: la ONU señala que amplias zonas del territorio mexicano están controladas por grupos delictivos, no por el Estado.
Este último punto es especialmente grave: confirma que el gobierno ha perdido control, autoridad y gobernanza real sobre regiones completas del país.
La gravedad del escenario ha provocado preocupación internacional. Estados Unidos ha declarado su disposición, si fuera necesario, para ingresar a México y confrontar directamente a los delincuentes y frenar la violencia que ha rebasado al Estado mexicano. Esta postura refleja la falta de confianza en la capacidad del gobierno para recuperar el control del territorio y proteger a su población.
A esto se suman las alertas de viaje emitidas por Estados Unidos y Canadá, en las que advierten a sus ciudadanos sobre el riesgo de visitar México debido a secuestros, homicidios, ataques y violencia extrema. Estas advertencias reflejan la dimensión del deterioro institucional y la incapacidad del gobierno para garantizar seguridad.
En este contexto, el país avanza hacia un escenario donde el poder se ejerce contra la ciudadanía y no en su defensa, donde las reformas buscan control político y no justicia, y donde los delincuentes operan con una libertad que desmiente cualquier discurso oficial. Y sin los cambios urgentes que el país necesita, el gobierno solo deja expuesta su postura: castigar a la ciudadanía y arropar a los delincuentes.